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EN-US
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Por Esteban Balmore
Cruz
A principios del último trimestre del año 2013,
a media mañana, fui objeto de un ataque violento por parte de un individuo
totalmente desconocido, quien al darse cuenta de que yo estaba bajo los efectos
del alcohol, trató de apropiarse de mi computadora portátil que traía en una
mochila, y la cual él pudo ver cuando abrí la bolsa para sacar una botella de
licor con la idea de tomarme otro trago. Esto ocurrió en una parada de autobús
en donde él ya estaba cuando yo llegué y me acomodé sin sospechar que el tipo
era un delincuente.
Primeramente me solicitó un cigarrillo a lo que
le repliqué no poder complacerle porque hacía cuatro años había dejado de fumar
definitivamente. Enseguida se sonrió y extrajo de un bolsillo de su chaqueta
una cajetilla de cigarrillos casi llena, y sacando uno, me lo ofreció. Me
pareció rara su acción porque le acababa de explicar que ya no fumaba, y él
estaba ignorándolo, y más me pareció que buscaba una confrontación. Fue
entonces que para disimular decidí tomarme el trago y olvidar lo ocurrido. Pero
el tipo, levantándose de donde estaba sentado, quiso asir la bolsa que contenía
mi laptop, la cual afiancé con
determinación y me moví fuera de la caseta de la parada del bus. El individuo
entonces extrajo de debajo de su chamarra algo parecido a un cinturón que tenía
piezas de metal incrustadas y empezó a lanzarme golpes con dicha cosa.
Sosteniendo la mochila con ambas manos, traté de cubrirme el rostro, pero
debido a mi embriaguez, no podía movilizarme con agilidad, mis movimientos eran
torpes, y logró impactarme en el parietal izquierdo.
Mucha sangre empezó a manar de ese lado de la
cabeza; pero alguien de un pequeño grupo de personas que estaban presenciando
el ataque, llamó a la policía que llegó con presteza. También llegó el servicio
paramédico que me atendió de inmediato. Luego de esto perdí el conocimiento y
no recuerdo el instante en que fui subido a la ambulancia y trasladado al
Hospital General de San Francisco, en donde desperté varias horas después,
aproximadamente a las dos de la tarde. Una enfermera muy joven estaba
enseñándole a un enfermero nuevo cómo colocar las grapas para cerrar la herida
en mi cabeza. Y con sorpresa observé que un agente de la policía estaba sentado
a un lado de la puerta del cuarto donde me encontraba. El agente me informó que
me encontraba bajo custodia, porque la persona que me causó la lesión había
declarado que yo lo había atacado primero causándole una cortadura en alguna
parte del cuerpo, lo cual era falso.
Pasé una noche encerrado en la cárcel, y fui
liberado cerca de la medianoche del siguiente día. Me vine caminando, pues la
estación de policía está a pocas cuadras del lugar donde vivía. Lo primero que
hice fue darme una ducha y después me preparé un buen plato de comida, ya que a
los encarcelados solamente les proporcionan
un sándwich de mantequilla de maní con jalea. Me fui a la cama y desperté al siguiente día
al sonido del teléfono, el cual contesté inmediatamente. Sorprendido me di
cuenta que no podía reconocer la voz ni escuchar bien con el auricular en el
oído izquierdo. Me lo transferí al derecho. Era mi amigo Rafael que me estaba
invitando a su casa para jugar un partido de ajedrez, como lo hacíamos
regularmente los fines de semana desde que nos conocimos. Le expliqué lo que me
había ocurrido y me excusé de no poder complacer su invitación. Supuse que mi pérdida
auditiva era producto del golpe sufrido en el parietal izquierdo.
La noche siguiente fue que comencé a escuchar
las voces, mientras leía un libro recostado en la cama. Se trataba de un hombre
y una mujer que hablaban en susurros, comentando mi lectura. Me sorprendió
porque en el estudio de al lado, yo sabía que habitaba un filipino drogadicto
que con frecuencia se enloquecía y golpeaba con furia las paredes y nunca
observé que recibiera visitas; pero ocurría que a veces los inquilinos se
mudaban sin que uno se diera cuenta y otros llegaban a ocupar los apartamentos.
Enseguida la voz femenina (que yo imaginaba por
su tonalidad pertenecía a una joven de algunos veinte-veinticinco años),
comenzó a seguir mi lectura; es decir, a repetir lo que yo iba leyendo. Esto me
asustó, puesto que no concebía cómo podía ser eso posible si estaba al otro
lado de la pared que dividía las habitaciones. De vez en cuando esa dulce voz
corregía la pronunciación imaginaria que yo daba a alguna palabra, pues aunque
puedo leer bien el idioma inglés, mi pronunciación es deficiente cuando se
trata de palabras de poco uso personal, aunque éstas sean muy comunes. Estaba
leyendo por tercera vez (¡tanto me encanta esa obra!) “Frankenstein, o el Prometeo Moderno” de la estupenda autora inglesa
Mary Wollstonecraft Shelly.
Asustado, apagué mi tableta electrónica,
sospechando que podía tratarse de algunos hackers, que habían accedido a mi
aparato, en cual caso, todos mis archivos estaban a su disposición. Para
corroborar mi sospecha, fui a mi pequeña librera y extraje un libro que ya
había leído, pero lo estaba leyendo otra vez para escribir un resumen. Se trataba
de la novela de ficción “Los Señores de
la Luz”, del autor hindú-americano Deepak
Chopra. Me volví a recostar en la cama y me dirigí directamente al capítulo
en que estaba: Humo y Espejos.
Después de un silencio muy breve, la tierna voz
femenil continuó repitiendo mi lectura, y mi horror era indescifrable, ya que
esto indicaba que no se trataba de simples hackers accediendo a mi tableta
electrónica. Cerré el libro, lo aventé a un lado y me acosté a dormir. Pero no
podía dormir. Ahora que ya no estaba leyendo, las voces continuaban susurrando
haciendo comentarios sobre mi estado. Decía la voz femenina: “Cierra los ojos
pero no puede dormir”. Y la varonil contestaba: “Ajá…”
Más adelante, en la madrugada, comencé a
escuchar otras voces, un grupo de cinco, todas varoniles, cada una distinta,
con su propia particularidad, que empezaron a burlarse de mí. Si yo parpadeaba,
una de dichas voces decía: “Tiene un tic en el ojo derecho”, y las demás voces
reían. Si yo en mi soledad, estupor y oscuridad sonreía ante alguno de sus
comentarios, otra voz decía: “¡Beautiful!”, y las demás repetían en secuencia: “¡Beautiful!”,
y soltaban carcajadas.
Horrorizado, deseaba con vehemencia que
amaneciera para irme a cualquier lado, pues empecé a sospechar que seguramente
habían instalado algún micro sistema computarizado en mi habitación, que
probablemente incluía cámaras, micrófonos, emisores y receptores, enlazados con
alguna central en donde estaban todas esas personas cuyas voces yo podía
escuchar con distinción, aunque suaves. La sospecha era posible porque el día que
yo había pasado en la cárcel la compañía a cargo de la seguridad en el
condominio, había hecho una inspección del sistema de alarmas en cada uno de
los apartamentos y estudios del edificio. Era una compañía privada, pero en
este país donde vivo, todas las empresas de ese tipo trabajan en estrecha
cooperación con las estructuras de seguridad del estado. Y no me resultaba raro
que me hubiesen escogido a mí como objetivo para alguno de sus experimentos: en
mi pasado había sido guerrillero; en mi presente estaba incapacitado, pero
ocasionalmente me reunía con un grupo dizque de marxistas; y mantenía un blog en internet,
en donde se enfocaba con orgullo la lucha revolucionaria y se reivindicaba la
memoria de los héroes, heroínas y mártires de esa lucha, aunque personalmente
ya no tenía enlace militante con ninguna organización, ni deseaba tenerlo.
Al amanecer tomé un rápido baño y me vestí de
prisa. Pensé en llevar una mochila con alguna ropa de cambio, pero luego
reconsideré y solamente me llevé el poco dinero en efectivo que tenía, el cual hubiera
sido suficiente para lo que restaba del mes estando en mi lugar de habitación,
pues estaba muy bien aprovisionado, pero que resultaría ser muy escaso para
pasar los días que me separaban para recibir mi pensión mensual. Salí casi
corriendo de mi cuarto mordisqueando un sándwich de atún que me hice a la carrera, y tomé el ascensor al primer nivel (yo vivía en el
quinto piso); la calle me recibió con esa brisa helada del mes de octubre; era
muy temprano en la mañana y probablemente el primer tren hacia San José no
partiría hasta las seis y media o siete. No importaba, tenía que irme de esta linda ciudad
de San Francisco; al menos por algunos días. Había escogido irme a San José
porque allí trabajaba mi exesposa, con quien habíamos mantenido una constante
relación de amistad, aún después de nuestro divorcio, y sin duda ella podría
ayudarme a salir de este apuro. Aparte de ella, no tenía a nadie más que
pudiera socorrerme en tan aflictiva situación.
En el camino a la estación del tren, compré una
pinta de vodka en una licorería que estaba abierta a la seis en punto de la
mañana. Me tomé el primer trago mientras caminaba pues la estación no estaba
tan lejos de donde yo vivía, solamente eran nueve cuadras de distancia. El
licor me hizo sentirme mucho mejor, y me alegraba muchísimo no escuchar
aquellas voces que durante la noche no habían cesado de hablar ni un solo
instante. Escondí mi envase en un bolsillo interno de mi gruesa chaqueta color
verde con gorro gris, muy apropiada para el frío de las mañanas y las noches.
Al llegar a la estación de Caltrain (Tren de California), que está ubicada exactamente en la esquina
de las calles Cuarta y King, abordé el tren que estaba a punto
de salir. El viaje se prolonga una hora y cuarenta minutos aproximadamente, ya
que incluye paradas en las numerosas ciudades que se encuentran a lo largo de
la vía férrea. En una situación normal es un trayecto muy placentero, pero yo
estaba afligido. Al llegar a la estación Diridon,
en la tranquila y extendida ciudad de San José, en donde viví algún tiempo, ya
estaba sediento de más alcohol, puesto que había consumido el contenido de la
pinta que había comprado, y había empezado a observar con preocupación que las
personas me miraban inquisitivamente, sonreían, y volvían a dirigir sus miradas
a las pantallitas de sus teléfonos celulares. Con sus miradas y sonrisas, me parecía
que decían “¡No lo puedo creer; lo que estoy viendo aquí está allí! ¡Es él!”.
Mi plan era llamar a Kathy desde un teléfono
público, alguno de los pocos que quedaban, pues habían ido siendo retirados
desde el surgimiento de los celulares. Yo no tenía un teléfono celular porque
tiempo atrás había optado por mantener uno tradicional de línea permanente, el
cual incluía mi valuado servicio de internet. Pero dos cosas golpearon mi mente
al mismo tiempo: Uno, Kathy sabría que yo había ingerido alcohol si la llamaba,
pues lo notaba fácilmente en mi habla; y dos, no tenía conmigo el número de su
oficina; lo cual convertía mi apresurado viaje, hasta ese momento, en algo
infructuoso. Por la noche la podría llamar al número de su casa, pues ese lo tenía grabado en mi memoria; pero debía hacerlo estando sobrio.
De todas maneras me dirigí a la licorería que
está a dos cuadras de la estación Diridon
y compré una cerveza en lata de 24 onzas. Ya había decidido que mi área de movimiento y
bebetoria sería esa tienda de licores y la estación del tren. Sabía que la
cantidad de dinero que tenía no me alcanzaba para pagar un cuarto de hotel o
motel, alimentarme y consumir alcohol al mismo tiempo, de manera que opté por
gastarme lo que me quedaba en comida y licor. Nunca fui aficionado a las tarjetas de crédito, y la única que alguna vez tuve, me la regalaron y muy pronto la perdí. A estas alturas ya había
observado que probablemente de alguna manera estaban transmitiendo mis
movimientos en todas las pantallas, pues miraba que la gente me observaba con
curiosidad y burla, volviendo sus ojos a la pantalla y otra vez a mí. Lo había
observado en la tienda de licores cuando un individuo, al verme entrar, sonrió
y alzó su cabeza para retornar su vista a la pantalla del sistema de circuito
de seguridad del establecimiento. ¡Toda la gente me podía ver en sus celulares
y en las pantallas de seguridad también! Por un inexplicable temor a verme a mí mismo, yo no miraba las pantallas.
Aquí fue que comencé a sospechar que me habían
implantado algún microchip en la cabeza, ya que había detectado tres pequeñas
protuberancias en mi cráneo; podía sentirlas al tocarlas con mis dedos. ¡Podía
ser no uno, sino tres microchips! Y esto tuvo que haber ocurrido mientras
estaba inconsciente en la ambulancia que me condujo al hospital el día que fui
asaltado. Todo el mundo sabe que las estructuras de seguridad del estado tienen
tentáculos que les permite realizar sus operaciones apoyándose en cualquier
entidad privada o gubernamental. Me pasé el día entrando y saliendo de la
licorería, y así lo hice durante los dos siguientes días hasta que se me terminó
el dinero. El cuarto día me lo pasé sentado en una banca en un estacionamiento
bajo una autopista elevada en los alrededores de la estación del tren, sin
beber ni comer. Al quinto día ya tenía dinero en el banco y me fui a alquilar
un cuarto de motel, en donde me acomodé lo mejor que pude con buena comida y
suficiente licor por un par de semanas, al cabo de las cuales compré ropa nueva
y me regresé a San Francisco.
Para entonces ya no tenía suficiente dinero
para pagar la mensualidad de mi estudio, y deliberadamente había decidido
gastármelo porque ya no quería volver allí; no me imaginaba volviendo al lugar
donde había escuchado aquellas voces tan distintivas que no me dejaban dormir
ni me permitían leer o escribir. La idea de volver a San Francisco era que
podía ser más factible que San José para obtener un cupo en alguno de los
varios albergues para desposeídos que hay en la ciudad, además de los centros
caritativos de distribución de comida. Para hacer eso, determiné que debía
dejar de consumir alcohol y así lo hice.
Pero tan pronto como regresé a mi ciudad
favorita, volví a escuchar las voces, ya no únicamente de noche, sino también de día. En el día las escuchaba al ingresar a algún lugar concurrido,
haciéndome sentir extremadamente incómodo estar entre otras personas, por lo
que terminé yéndome a refugiar a un predio baldío que se encuentra atrás del
complejo de edificios del Hospital General de San Francisco. Allí pasé tres
días sin beber agua y siete días sin comer nada. Las voces me torturaban las veinticuatro
horas del día y al cerrar los ojos con la esperanza de dormir, experimentaba
alucinaciones horríficas o al menos extrañas. Ahora un grupo de tres hombres y
dos mujeres me hablaban constantemente, pero eventualmente aparecían otras
voces diferentes. Éstas me habían hecho creer, primeramente, que eran agentes del FBI
(Buró Federal de Investigaciones), y luego, que eran integrantes de un grupo
internacional criminal que deseaba castigarme para ayudarme, sin especificar
qué tipo de ayuda querían proporcionarme, e ignoraban mi pedido de que me
dejaran solo, puesto que yo no necesitaba de su ayuda.
Al tercer día de estar tirado allí en el suelo sobre
unos pedazos de cartón que allí mismo había encontrado, en ese predio baldío,
en donde algunos desposeídos habían hecho un campamento, hice un esfuerzo
mayor, pues me sentía débil, y fui al hospital a usar el baño para lavarme y
tomar agua. Afortunadamente conseguí una botella plástica que llené del preciado líquido para tenerla conmigo
en mi refugio. No quería salir de ese lugar porque las voces me habían
aterrorizado diciéndome que la gente me odiaba, porque me habían presentado
como un racista, y cualquiera podía matarme si me atrevía ir a algún otro
lugar.
Al séptimo día determiné que iba a salir de
allí pasara lo que pasara. Pensé que de todas maneras iba a morir allí y yo
nunca me consideré haber nacido para morir sin dar la lucha. Aunque no había
pagado la renta, yo sabía que en el lugar donde vivía esperaban un mes sin tocar
las pertenencias del inquilino, por lo que pensé en ir a bañarme, cambiarme
ropa porque estaba sucio y barbado, y comer una suculenta comida, aunque para
estas alturas ya no sabía lo que era el apetito.
Cerca de la medianoche abandoné el lugar y
llegué caminando al condominio donde estaba mi estudio. Había perdido mis
llaves, pero el conserje me dejó entrar al vestíbulo; sin embargo se negó a
ayudarme a abrir la puerta de mi apartamento porque dijo que mi nombre ya no
estaba en la lista de moradores. Decepcionado me regresé al hospital, pero en
vez de irme al predio baldío ingresé a la sala de emergencias, en donde
expliqué a alguien lo que me pasaba, y ésta persona de inmediato me condujo a
la sección psiquiátrica habiendo sido admitido de inmediato.
Me asignaron una muy cómoda cama en una
habitación para dos pacientes, me proporcionaron algo de comer y me dieron algún
medicamento. Al siguiente día, después de haber sido cuestionado por un grupo
de doctores y doctoras, me dijeron que yo estaba padeciendo de esquizofrenia, y
que debía permanecer interno en la unidad psiquiátrica del hospital, no
solamente para curarme, sino también para preservar mi propia seguridad y la de
otras personas.
NOTA: Este
es parte de un relato más extenso que incluye los efectos del tratamiento
regular y el descubrimiento de un tratamiento alternativo que curó mi enfermedad.