El Mago de Lolotique

Por Baneste


En pleno siglo
veinte, el pueblo donde nací y pasé parte de mi infancia, parecía extraído de la
época medieval: las mejores calles eran empedradas, la mayoría de tierra, muy
lodosas en el invierno y polvorientas en el verano; no había parque, sino una plaza
con un gran y hermoso árbol de conacaste en su lado occidental; los perros, cerdos y
aves de corral deambulaban tranquila y libremente por las calles, al igual que
los pocos transeúntes que raramente se desplazaban entre los barrios durante el
día, puesto que la inmensa mayoría de los habitantes eran campesinos jornaleros,
o pequeños agricultores propietarios de parcelas en las laderas del cerro en
cuya cima estaba localizada la comunidad, y se mantenían muy ocupados en sus
pesadas labores.

Gente de las
comunidades aledañas, denominadas caseríos y cantones, visitaba la población
para realizar diligencias de carácter económico, religioso o legal. El pueblo
carecía de actividad comercial significativa, y el medio de transporte más
común eran las llamadas bestias de carga como el caballo, la mula o el asno, y
la obsoleta y lentísima carreta de bueyes, aunque había vehículos automotores,
pero eran muy pocos. Estas personas “fuereñas” visitantes —los hombres en específico—
siempre venían armadas con lo que se llamaban localmente “corvos”, “guarizamas”
y “colines”, que genéricamente son variaciones del machete; y algunos cuantos
portaban armas de fuego como pistolas, revólveres y escopetas, la mayoría de
bajo calibre. En general, los pobladores de aquel municipio, tanto en su parte
urbana como rural, eran de carácter pacífico; pero cuando consumían alcohol,
los “fuereños” se tornaban violentos, y no era raro que alguien muriera o
quedara marcado de por vida producto de los terribles machetazos. Estos hechos
lamentables ocurrían más que todo durante los fines de semana o días feriados,
pues aquella población, al igual que todas las que formaban parte de aquel
país, tenía sus absurdas celebraciones dedicadas a “santos” y “vírgenes”,
impuestas por los conquistadores desde tiempos de la colonia.

Imagen de la Virgen de Candelaria, patrona del municipio de Lolotique.

En ese pueblo
tan pintoresco, como sacado de la España del Medievo (al fin y al cabo era el
producto de españoles, ya no quedaban aborígenes originarios), habitaba un
hombre muy conocido en toda la comarca y en muchos otros lugares dentro y fuera
del pequeño país, y le llamaban “El Mago”. Su nombre real era Héctor Cruz, y
localmente nadie dudaba de sus dotes mágicas. Era raro el día que no tuviera la
visita de algún cliente, más que todo de lugares lejanos. Las personas que
buscaban sus servicios lo hacían para resolver problemas tales como: pérdida de
algún animal de valía (principalmente reses); abandono del esposo o esposa;
conquista del ser amado que era imposible lograr por medios normales; sanación
de enfermedades adjudicadas a algún maleficio hecho por enemistades; etc. En aquel lugar él era lo que en Italia fue Giuseppe Bálsamo, o Cagliostro en Francia, en las postrimerías del siglo XVIII, ya sea que fuesen éstos distintos individuos o la misma persona.

No había duda
que “El Mago” lograba resultados positivos con sus clientes, pues nunca en su
vida enfrentó reclamos, ya que de haber fallado en algo, no sería de dudar que
más de alguno buscaría retribución, si no por obra de la justicia, por medio de
la violencia; o tal vez esto se haya debido a que no cobraba por sus servicios, simplemente aceptaba lo que la voluntad y capacidad de cada quien podía proveer. Sus visitantes incluían personas de cierta jerarquía social,
incluyendo militares de rango, reconocidos profesores y comerciantes prósperos. Muchas de estas
personas regresaban después que sus casos habían sido favorablemente resueltos
para mostrarle su agradecimiento y le recomendaban otros clientes. Héctor Cruz
mantenía correspondencia con magos, espiritistas y brujos de otros países,
principalmente de Colombia y Ecuador, y más de alguna vez recibió en su casa
algún cliente proveniente de los países centroamericanos o de Sudamérica. Su
muerte fue pacífica, probablemente sin experimentar dolor; se quedó profundamente
dormido después de un largo día de borrachera, y ya nunca despertó; en medio del letargo tuvo una breve convulsión, vomitó algún tejido de sus órganos en pedazos y expiró para siempre cuando apenas tenía 43 años. Fue
enterrado al lado de la tumba de su difunta esposa, quien había fallecido
muchos años antes, triste suceso que degeneró en su consumo consuetudinario de
bebidas alcohólicas que terminaron causándole la muerte. A su velación y
entierro asistió mucha gente, y aunque murió en la pobreza, hubo suficiente de
todo: tamales, pan, cigarrillos, naipes, café y licor.

Como en la Edad
Media europea, la gente de aquel pueblo creía en “santos”, “vírgenes”, “apariciones”,
“milagros”, “brujas” y “magos”. Los conquistadores españoles se habían
encargado de transmitir sus propias supersticiones y sus leyendas mitológicas
se habían impuesto sobre las propias leyendas de los indígenas. “La Carreta
Bruja”, “El Justo Juez de la Noche”, “La Siguanaba” tenían un corte europeo
distinto a la leyenda posterior del “Cipitío”, en la que se funden elementos
indígenas e ibéricos. Sin embargo, Héctor “el Mago”, lograba resultados ya sea
por conocimiento o coincidencia. Eso lo demostró el hecho anteriormente
mencionado de que nunca nadie se quejó durante su vida de haber sido engañado.
Su padre había sido lo que antiguamente se llamaba “idóneo de farmacia” (lo que
sería hoy un químico farmacéutico); 
poseía un catálogo medicinal que incluía todos los medicamentos
originados en plantas medicinales; y entre sus libros de magia, no podía faltar
el famoso libro de San Cipriano, entre muchos otros.

Después de que
Héctor Cruz murió, su único hijo se negó a seguir sus pasos, pese a la enorme
presión de los mismos clientes que daban por hecho que el joven muchacho era
heredero de los poderes mágicos del fenecido espiritista; pero una sobrina de
él (que casualmente no había finalizado la primaria) se abrogó la
responsabilidad y se declaró depositaria de las dotes curativas y hechiceras
de su difunto tío, y ejerció como tal durante muchos años; aunque ella sí
confrontó reclamos de personas que llegaron a considerarse defraudadas. Pero
como dijo el célebre Nicolás Maquiavelo, “aquel
que engaña encontrará siempre a quien engañar
”.

(Escrito en homenaje al Mago de Lolotique, en el Día
de los Difuntos
).

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