Muy interesante exposición por parte de Vicente Blasco Ibáñez, excelente novelista español, en referencia a las críticas en oposición al recién surgido arte cinematográfico a principios del siglo veinte. Su similitud a las críticas y temores que se expresan en toda época cuando surgen nuevas expresiones artísticas y/o tecnológicas es reveladora.
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Vicente Blasco Ibáñez |
Vicente Blasco
Ibáñez, refiriéndose a la reticencia con que algunos literatos habían recibido
la cinematografía, expresa: Como todo progreso, ha encontrado numerosos
enemigos, que fingen despreciarlo; especialmente entre los escritores faltos de
las condiciones necesarias para servir a este arte, aunque lo deseasen. La
llamada República de las Letras es un estado conservador y misógino, que se
subleva instintivamente ante toda novedad y la repele con sarcasmos que cree
aristocráticos.
Cuando se
inventó la imprenta, una gran parte de los literatos de entonces también la
consideraron como algo populachero y ordinario, que nunca podría gustar a los
espíritus escogidos. Fue preciso el transcurso de algunas decenas de años para
que todos se convenciesen de que el libro impreso, aunque menos hermoso que el
códice escrito a mano y con letras capitulares artísticamente iluminadas,
servía mejor a la difusión de las ideas y al mejoramiento intelectual de la
humanidad. Dentro de
un siglo las gentes se asombrarán tal vez al enterarse de que hubo escritores
que presenciaron el nacimiento de la cinematografía y no hicieron caso de ella,
apreciándola como una diversión pueril y frívola, buena únicamente para el
vulgo ignorante.
Conozco
todas las objeciones contra el cinematógrafo y su creciente difusión. Son las
mismas que todavía a estas horas formulan algunas devotas, en el fondo de las
provincias, contra la novela y contra el teatro, creyéndolos la perdición de la
humanidad y la causa de todas las inmoralidades existentes.
Si la cinematografía
no hubiese de dar en el curso de su desarrollo otras cosas que el sainete
grotesco é inverosímil que hace reir con payasadas de clown, ó las historias de
ladrones y detectives, yo abominaría de ella, como lo hacen muchos. Pero el
nuevo arte está todavía en los primeros vagidos de su infancia; no tiene más
allá de veinticinco años de existencia—que equivalen a veinticinco minutos en
la historia de un invento útil—, y nadie sabe hasta dónde pueden llegar el
desarrollo de su juventud y el esplendor de su madurez.
También la
novela dio en distintos períodos de su vida una floración de libros que
tuvieron por héroes a bandidos «simpáticos» o tenebrosos y a policías
«providenciales», y a nadie se le ocurre decretar por ello la supresión de
dicho género literario. Al lado de la novela psicológica y de observación
directa existirá siempre la novela de folletín. Y lo mismo puede decirse del
teatro. Juntos con el drama y la comedia, atraerán siempre a una gran parte del
público el melodrama espeluznante ó la farsa grotesca.
La
cinematografía no iba a librarse de esta división impuesta por los dos gustos
diversos y antitéticos que se reparten la gran masa del público. Como ocurre en
la infancia de todo arte, el primer producto del cinematógrafo ha sido el melodrama
terrorífico y la farsa que hace reír hasta desquijararse, géneros que con más
rapidez atraen a las multitudes. Pero ahora, después de dos docenas de años de
existencia, los que nos preocupamos del desarrollo cinematográfico vamos viendo
cómo se afina el gusto del público en las naciones más instruidas y cómo al
lado de las historias para reír y las tragedias detectivescas surgen las
primeras manifestaciones de la verdadera novela cinematográfica, con caracteres
extraídos de la realidad, observaciones psicológicas y una fábula que mantiene
despierto al mismo tiempo el interés del espectador.
Yo creo
próximo el nacimiento de muchas novelas cinematográficas que serán al mismo
tiempo grandes obras literarias. Pero estas novelas resultan de más difícil producción
que una novela en forma de libro, ya que en ellas no es posible lo que en la
jerigonza literaria llamamos el «relleno».
* * * * *
La
cinematografía no es el teatro mudo, como creen muchos; es una novela expresada
por medio de imágenes y frases cortas.
El teatro
tiene convencionalismos de lugar y de tiempo, impuestos por los breves límites
de un escenario, y de los cuales no puede librarse. En cambio, la acción de la
novela no reconoce limites; es infinita, como la del cinematógrafo, y puede
componerse de tres o cuatro historias diversas, que se desarrollan a la vez, y
al final vienen a confundirse en una sola; puede tener por escenario los
lugares más diversos de nuestro planeta.
Una obra
teatral llegará, cuando más, hasta siete actos y cambiará sus decoraciones
quince o veinte veces: pero le es imposible ir más allá. Una novela, lo mismo
que una historia cinematográfica, puede disponer de tantos escenarios como
capítulos, tener por fondo los más diversos paisajes y por actores verdaderas
muchedumbres.
Repito que
el «séptimo arte» es novela y no teatro, y tal vez por esto todas las obras
teatrales célebres que fueron trasladadas al cinematógrafo pasaron
inadvertidas, mientras las novelas famosas, al ser filmadas, obtuvieron grandes
éxitos, agrandándose el interés de su fábula con la plasticidad de los
personajes que el lector sólo había podido imaginarse vagamente a través de las
líneas impresas. La
multiplicidad de los idiomas con que expresan los hombres su pensamiento
representa para el artista literario un obstáculo que no conocen el pintor, el
escultor, ni el músico. Es cierto que los traductores se encargan de salvar
este obstáculo; pero por grande que sea su pericia y la conciencia con que
realicen su trabajo, ¡resulta siempre tan diversa la novela traducida de la
novela original, y se pierden tantas cosas en el traslado de una a otra!…
En cambio,
la expresión cinematográfica puedo proporcionar a la novela la universalidad de
un cuadro, de una estatua ó de una sinfonía. Los rótulos del film y la necesidad
de traducirlos representan poca cosa en esta clase de obras. Lo importante es
la imagen vivida, la acción interpretada por seres humanos, valiéndose del
gesto, que ignora el estrecho molde de las sílabas. Gracias a
este nuevo medio de expresión, el novelista que por su nacimiento pertenece a
un país determinado puede tener por patria intelectual la tierra entera y
ponerse en comunicación con los hombres de todos los colores y todas las
lenguas, hasta con los que viven en los límites de un salvajismo recién
abandonado. Por medio del «séptimo arte», un autor puede en la misma noche
contar su historia imaginada a los públicos de Nueva York, Londres y París, a
las muchedumbres cosmopolitas de los grandes puertos del Pacífico a los árabes
que llegan a caballo al aduar del desierto donde funciona el modesto aparato
del cinematografista errante, a los marineros que invernan en una isla del
Océano Glacial y entretienen sus noches interminables con el relato mudo de las
novelas luminosas.
La
cinematografía depende del desarrollo industrial de un país y de su riqueza. El libro
también necesita sujetarse a la influencia de estos dos factores; pero un
editor de novelas impresas puede establecerse en cualquier parte donde existan
imprentas y almacenes de papel, y le bastan unos cuantos miles de pesetas para
publicar sus primeros volúmenes. Las casas
editoriales de cinematografía necesitan capitales de millones y crear por su
propia cuenta inmensos talleres. Además, les es indispensable tener a sus
espaldas la grandeza de una de esas naciones que son primeras potencias
industriales, para encontrar con facilidad energías eléctricas gigantescas,
fábricas capaces de producir nuevas maquinarias: en una palabra, para disponer
de poderosos aliados y servidores.
Por este
motivo, el más enorme de los pueblos americanos es y será siempre el primer
productor cinematográfico de la tierra. Francia, que inventó la cinematografía,
figura actualmente como una simple importadora de films facturados desde Nueva
York.
(Extractos
tomados de El Paraíso de las Mujeres,
de Vicente Blasco Ibáñez, 1922).