Tres Patadas al Hígado

Por Fidel A. Romero




Con Dimas éramos viejos conocidos desde la primera reunión de milicianos tenida en El Jobo cerca de la playa de El Espino. Lo había visto crecer como guerrillero, su experiencia era envidiable, hombre de mil combates y muy buena contextura ideológica que con su preparación militar era imparable en cualesquier misión que le dieran. Estuvo cerca de 3 semanas conmigo en el cerro y coordinaba las exploraciones de los equipos, y al final él haría la verificación de la fase para luego esperar la orden de la ejecución. Había preguntas doble claveadas para saber el avance de su objetivo.

Hubo tiempo suficiente para conversar de lo lejano que estaban los días desde que nos conocimos. Dimas siempre miraba al pecho de su interlocutor, algo muy raro, y sólo por escasos segundos se encontraba directa su mirada para luego bajarla al sitio del corazón del interlocutor:
—¡Aquí me tiene compa Fidel! Parece que la tarea se acerca a su fin según dicen los jefes. Parece mentira que aún estemos contando el cuento después de tantos desvergues tenidos.
—¡Pues sí! La tarea se hizo larga y costosa, han caído bastantes compas, sangre valiosa derramada y más que se derramará por el esfuerzo que viene. Te he visto crecer como persona, como guerrillero y como jefe. Dime algo Dimas, pero con toda la sinceridad que puedas ser capaz.
Dimas sonríe dejando ver sus enormes camanances que más parecen arrugas al lado de su boca por el gran esfuerzo de las exploraciones nocturnas a que ha sido sometido casi en forma continua. Al terminar de sonreír dice con una expresión de concentración:
—¡Verga a verga! A usted no se le puede mentir compa Fidel. Tengo presente las veces que hemos hablado y siempre he sido muy franco con usted. ¿Qué quiere saber?
—¿Qué te consolidó integrarte con tanta determinación y dedicación al proceso? ¿Si yo te vi dudar al inicio en la reunión de milicias de El Jobo en enero de 1981?
—Yo no quería integrarme a tiempo completo, sabía que ir a el curso para ser brigadista era compromiso, y no quería dejar a mis hijitos que estaban bien pequeñitos, pero usted me convenció cuando dijo que los campesinos de la zona tenían un privilegio de estar cerca de su familiares e hijos, que ustedes de la ciudad no podían darse ese lujo por las dificultades y riesgos. Esa fue la ¡primera patada al hígado! que sentí; me sentí cuestionado y avergonzado. Después cuando yo me había puesto un vendaje para simular que tenía una herida, no quería ir a Conchagua porque estaba lejos del Jobo, y usted hizo que me quitara la venda y todos vieron que era un rasponcito, la vergüenza fue mayor y sentí mi cara bien caliente, y para disimular me puse a convencer al resto, que le hiciéramos huevos, que la lucha era de todos, ¡segunda patada al hígado! La última fue cuando cayó Gina en el cerro de Conchagua por falta de experiencia al dejar a la compa sola en la línea de fuego. Llegué a la cueva a contarle lo que había pasado, esa compa la lloré como si hubiese sido mi hermana, no entendía cómo era posible que ustedes siendo personas bien educadas, bien tratadas, con alguna comodidad por sus estudios, estaban con nosotros comiendo salteado los chilipucos y tortillas de maicillo. Me sentí muy indignado con el compa que se corrió y la dejó sola, también con Tony Charrasca que no se le ocurrió dejar aunque fuera una escuadra para guardar la seguridad de la línea de fuego y la seguridad de la compa. Ella murió prematuramente, pudo haber dado mucho a este proceso, ese día después que la enterramos me hice un juramento: Luchar hasta morir en el proceso, poner todo mi empeño en aportar en lo que me pusieran a hacer, por la compa Gina y por todas las personas que teniendo mucho mejores condiciones que nosotros, las dejaban y venían a dar su sudor y sangre por nosotros—. (¡Tercera patada al hígado). 

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