(Contado por la Señora Clorinda B. de Somerville, en 1915).
Han de saber que vivía en un pueblo un matrimonio muy bien avenido y que habría sido completamente feliz si la fortuna le hubiese prestado alguna ayuda; pero parece que se complacía en volverle las espaldas. Era inútil cuanto había hecho el marido, hombre bueno a carta cabal, para encontrar trabajo, porque nadie se lo proporcionaba. La mujer, que era una perla, cosía y bordaba a la perfección; pero, por desgracia, tampoco nadie la ayudaba. Tenían un hijo de unos doce años, bueno como ellos, estudioso e inteligente, que era su único consuelo; y sin embargo, su vista hacía sufrir al padre, porque pensaba en el triste porvenir que le aguardaba.
Un día, Juan—así se llamaba nuestro hombre—tomó una determinación desesperada.
—Rosa,—dijo a su mujer—esta situación no puede continuar; si aquí no encuentro en qué ganar la vida, iré a buscarla fuera del pueblo; y como necesito llevar algún dinero para mis primeros gastos, venderemos los muebles que no te sean indispensables, y del producto tomaré yo una parte y te quedarás tú con la otra para subvenir a tus necesidades y a la de nuestro hijo, mientras encuentras costuras y yo vuelvo. Dios ha de permitir que nada les falte en mi ausencia y que ésta sea corta.
La venta de los muebles produjo mil pesos. El tomó seiscientos, y con las lágrimas en los ojos se despidió de su mujer y su hijo.
Al pasar por la casa de un compadre, excelente persona, pero un poco alocado—se dijo:
—Voy a despedirme de mi compadre y a recomendarle que cuide de su ahijado mientras yo regreso,—y entró.
—A despedirme de Ud. vengo, compadrito.
—¿A dónde va, compadre?
—A donde Dios quiera, pues. Voy a tentar suerte, a ver si encuentro trabajo en otra parte, ya que aquí no se gana ni para cigarros.
—Yo lo acompaño, compadre. ¿Cuánto lleva Ud. para el camino?
—Trescientos pesos.
—¡Lo que son las casualidades! yo también tengo aquí otros trescientos; me los echo al bolsillo y vamos andando.
De mucho consuelo sirvió a Juan la compañía de su compadre, que era hombre alegre y decidor. Sus chistes le hacían reir y distraerse de la pena que le ocasionaba la separación de su familia, y conversando y conversando, marchaban sin sentir el camino.
Después de andar una semana, llegaron a la plaza de una ciudad, y en una de sus esquinas vieron una muchedumbre de gente reunida. La natural curiosidad hizo que se acercaran y vieron en medio del grupo a un anciano que pregonaba:
—Tres consejos, señores, por sólo trescientos pesos; tres consejos que procurarán la fortuna y la felicidad a quién los conozca! Tres consejos, a cien pesos cada uno! ¿Nadie se interesa por ellos?
Juan sintió como si una voz interior le ordenara comprarlos, y sin poder contenerse se acercó al anciano y le dijo:
—Yo los compro; aquí están los trescientos pesos.
El anciano recibió el dinero y acercando sus labios al oído de Juan, murmuró:
—Estos son los tres consejos, que te harán feliz si los sigues en todo momento: No dejes lo viejo por lo mozo; No preguntes lo que no te importe; y No te dejes llevar de la primera nueva.
Al apartarse Juan del anciano, todos lo miraban lastimosamente.
—Está loco,—decían.—¡Pobrecito!
Su compadre le preguntó:
—Pero, compadre, por Dios, ¿qué ha hecho? ¿Que ha perdido el juicio? ¿Que no ve que ese viejo es un miserable charlatán, que lo ha robado?
Juan callaba y se decía:—Bien puede que así sea, pero también puede ser que todos se equivoquen;—y se proponía seguir los consejos que había recibido, cada vez que se le presentara la ocasión.
Almorzaron y salieron de la ciudad, porque en ella había también escasez de trabajo; y poco después se encontraron con que el camino que seguían se dividía en dos, uno antiguo y otro recién construido. Preguntaron cuál de los dos era mejor y le contestaron que el viejo era muy largo e incómodo y por eso nadie transitaba por él, y que todo el mundo prefería el nuevo por ser nuevo, más cómodo y más corto.
Juan, que se acordó del primer consejo que le había vendido el anciano, dijo a su compañero:
—Vámonos por el camino antiguo; acuérdese, compadre, del refrán que dice: No dejes lo viejo por lo mozo ni lo cierto por lo dudoso.
—No, compadre, dijo el otro, mejor es que sigamos por el nuevo para llegar más pronto.
—Yo, compadre, me voy por el viejo.
—Y yo por el nuevo, y verá cuál de los dos entra primero a la ciudad. Lo esperaré en la plaza.
En verdad, el camino que tomó Juan, que había sido completamente abandonado hacía más de un año, era muy incómodo; estaba cubierto de matas de cardo y de toda clase de malezas, de charcos y de montones de piedras y de tierra, que dificultaban el paso; y sólo después de cuatro horas de penoso marchar logró salir de él y llegar a otra ciudad.
Cuando Juan entró a la plaza, se asombró grandemente de no encontrar a su compadre, el cual, según sus cálculos, debía haber llegado más de una hora antes que él. No sabiendo qué pensar ni qué hacer, se sentó en un escaño a esperar los acontecimientos. De pronto, el ruido que producían varias personas que se acercaban lo sacó de su meditación y, poniéndose de pie se dirigió al grupo. ¡Cuál no sería el asombro del pobre Juan al ver que traían muerto a su compadre, que había sido acribillado a puñaladas en el camino nuevo para robarle la cartera! Juan lloró sinceramente a su amigo y no se separó de su cadáver hasta dejarlo sepultado.
Juan se encontraba sin recursos, pero en fin estaba vivo; y del cementerio salió pensando que el primer consejo bien valía los cien pesos que le había costado; pero esto no lo salvaba de la triste situación en que se veía. Por suerte, al día siguiente, encontró ocupación, y aunque el trabajo era rudo y no muy bien remunerado, se propuso no salir de la ciudad. Como era económico y llevaba una vida tranquila y arreglada, logró reunir en los nueve años que vivió en ella algún dinero, y pensó entonces en volver a su pueblo a reunirse con su mujer y su hijo, de quienes en todo ese tiempo no había tenido noticias, a fin de establecerse y trabajar por su cuenta al lado de ellos.
Se despidió de su jefe y de sus compañeros de trabajo, que sintieron su ida muy de veras, pues todos lo apreciaban por sus buenas prendas, y partió contento y lleno de ilusiones en el porvenir. Pero tal vez el ensimismamiento en que iba lo hizo equivocar el camino y tomó otro diferente del que pensaba seguir y de repente se encontró en medio de un espeso bosque.
Era de noche y desesperaba ya de encontrar salida, cuando divisó una luz. Guiándose por ella, llegó a un gran palacio, y dirigiéndose a un hombre que estaba allí cerca, le preguntó quién era el dueño.—Nadie lo conoce; pero se sabe que el que entra a su casa nunca más sale de ella.
Juan dijo:—Yo entraré. Entre morir comido de las fieras si duermo a la intemperie y correr la aventura de salvar estando adentro, prefiero lo último—y llamó a la puerta.
Salió a abrir un criado muy bien vestido.
—¿Qué se le ofrece?—preguntó.
—Deseo que se me dé alojamiento por esta noche—respondió Juan.
—Aquí no se niega el alojamiento a nadie; pase a la sala mientras aviso al señor conde.
Poco después entró un caballero de aspecto simpático y le dió la bienvenida. Conversaron un rato y al cabo de un momento el dueño de casa lo invitó a cenar y pasaron al comedor, una hermosa sala, por cierto, regiamente amueblada, como todo el palacio. Pero, una cosa llamó particularmente la atención de Juan y fué que en un extremo de la bien presentada mesa había una calavera colocada entre dos velas encendidas. Cuando tal vió, un estremecimiento nervioso recorrió todo su cuerpo, porque se acordó de lo que le había dicho el hombre que estaba cerca del palacio:—«El que entra a esta casa nunca más sale de ella».—Pero también vino inmediatamente a su memoria el segundo consejo del anciano:—No preguntes lo que no te importe;—y continuó la conversación, fingiendo toda indiferencia.
Se sirvió la cena, y aunque la vista de la calavera le había quitado el apetito, no lo quiso manifestar, y comió con la mayor tranquilidad.
Al fin de la comida, dos sirvientes condujeron al medio del comedor a una hermosa dama cargada de cadenas, y a una seña del conde comenzaron a azotarla sin piedad, hasta que, una vez que le corrió la sangre por la espalda, dejaron de martirizarla y se la llevaron.
Juan miraba hacer y callaba.
El conde estaba sorprendido de ver que su huésped no le dirigiese ninguna pregunta sobre lo que veía, a pesar de que él se valía de todos los medios posibles para que se las hiciese; pero el recuerdo del segundo consejo sellaba los labios de Juan.
Terminada la cena, el conde invitó a Juan a visitar las demás habitaciones del palacio, y después de recorrerlas, nuestro hombre se limitó a alabar el buen gusto con que estaban adornadas y la riqueza de los muebles, por todo lo cual felicitó al propietario. Este le dijo:—No acepto sus felicitaciones hasta que concluyamos, y aún nos queda por ver lo mejor:—Y abriendo una puerta de bronce, se presentó a los ojos de Juan el espectáculo más horrible. No menos de cien esqueletos apoyados en las paredes rodeaban la enorme sala, y un sinnúmero de calaveras y de huesos sueltos cubrían todo el piso. Juan se extremeció por segunda vez, pero no habló ni media palabra.
—¿Qué le parece esto? le preguntó el conde.
—Que esta sala es posiblemente el cementerio de sus antepasados.
—No, señor mío. Todos los esqueletos y huesos que Ud. ve son de personas que fueron mis huéspedes, como Ud.; pero todas ellas me preguntaron qué significaba la calavera alumbrada por dos velas que tenía en la mesa del comedor; quién era la dama que azotaban mis criados y por qué la maltrataban; y yo, que había jurado matar a todo el que me dirigiera estas preguntas, en vez de contestárselas los hacía estrangular. La dama que mis sirvientes llevaron encadenada al comedor y azotaron tan cruelmente, es mi mujer, y recibe ese castigo por haber faltado a la fe que me debía; y la calavera que está en la mesa, es la de su cómplice, a quien maté con mis propias manos. Usted es un hombre extraordinario; es Ud. el único que, en diez años que pasaron estos acontecimientos, no me ha hecho ninguna pregunta; y como mi juramento agregaba que dejaría de heredero de todos mis bienes al primero que no me las hiciera, mañana entregaré a Ud. el testamento en que lo constituyo mi heredero universal.
Cuando Juan despertó al siguiente día, encontró el testamento ofrecido sobre el velador. Se levantó apresuradamente para agradecer al conde su generosa determinación, salió de su cuarto para preguntar si ya se había levantado y vió todo el palacio enlutado y a los criados vestidos de negro.
—¿Qué ocurre?—les preguntó.
—El señor ha amanecido muerto.
—Muy afligido puso a Juan esta noticia, y lloró de corazón la muerte de su benefactor.
Al otro día, después de sepultar los restos del fallecido, Juan convocó a la servidumbre y les leyó el testamento. Todos le reconocieron inmediatamente por su patrón.
Juan dijo al mayordomo:
—Yo voy a partir en busca de mi mujer y de mi hijo para establecernos aquí; pero mientras tanto querría que no se martirizara más a la esposa del antiguo amo de este palacio; creo que ha purgado bien su falta y que, si su marido no la perdonó, ya Dios la habrá perdonado. Atiéndasela en mi ausencia de modo que nada le falte y que descanse en sus últimos días.
—Señor, la señora condesa amaneció muerta esta mañana.
Dispuso Juan que se la sepultase dignamente, y montando en un hermoso caballo y con la cartera repleta de buenos billetes partió a buscar a su esposa y a su hijo.
A pesar de las tétricas aventuras que le habían pasado, iba contento por el camino, y pensaba:—¡Qué bien hice en comprarle los tres consejos al anciano! Bien vale el segundo los cien pesos que di por él!
Cuando llegó a su pueblo no le conocieron. Preguntó por su mujer y le dijeron que se había ido con un hijo que tenía, un año después de haber sido abandonada por su marido, pero no sabían a dónde. Entonces picó espuelas a su caballo y después de algunos días de marcha llegó a una gran ciudad, en la que, a fuerza de preguntar, le dieron noticias de ella. Le dijeron donde vivía y que, aunque a nadie molestaba, también nadie la visitaba, con excepción de un clérigo que todos los días iba a verla. Y esto se lo dijeron con cierto retintín nada tranquilizador.
Pero Juan se acordó a tiempo del tercer consejo, y aquietado, fué a la casa y llamó. La sirvienta le dijo que la señora no recibía a nadie, pero él insistió en verla diciéndole que era muy amigo de su marido y que le traía muy buenas noticias de él. Con este recado, la señora lo recibió inmediatamente. El, sin darse a conocer, estuvo conversando con Rosa un buen rato y le inventó una historia cualquiera de su marido. Contándosela estaba, cuando entró un joven clérigo. Rosa se lo presentó diciéndole que era su hijo, a quien había logrado educar a costa de grandes sacrificios, que por suerte estaban plenamente compensados, pues el joven era muy bueno con ella y era su único sostén. Y mientras decía esto lo acariciaba cariñosamente.
Juan entonces se dió a conocer y es de imaginarse cuán grande sería la alegría de los tres.
Pasadas las primeras espanciones, Juan refirió su verdadera historia, y después de descansar tres días partieron los tres a intaslarse en el palacio que el conde había dejado a Juan.
Nuestro héroe pensaba por el camino:
—¡Qué bien hice en seguir el tercer consejo del anciano! Si no es que lo recuerdo a tiempo, mato a mi mujer, y yo y mi hijo habríamos sido desgraciados para siempre! ¡Feliz consejo! Qué bien dados fueron los cien pesos que pagué por ti!
Juan y Rosa y su hijo vivieron muchos años en el palacio, siendo bendecidos de todos, pues la enorme fortuna que poseían les permitía practicar grandes obras de caridad.
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