«Cartas a un Provinciano» de Blaise Pascal

 Blaise Pascal, matemático, pensador católico, filósofo y uno de los más destacados prosistas franceses, nació el 19 de junio de 1623, en Clermont-Ferrand, y murió el 19 de agosto de 1662. Su madre falleció cuando él tenía tan solo cuatro años de edad, y su padre, que era un prominente magistrado, le llevó junto con sus dos hermanas a París, cuando cumplió los ocho.

 Desde muy jovencito, Pascal dio muestras de un genio matemático asombroso, produciendo a la edad de diecisiete años un trabajo que publicó con el título de Tratado de las Cónicas, y en los siguientes años se dedicó a investigaciones en Física y Matemática avanzada. En 1654, habiendo experimentado una visión impresionante, la cual inscribió en un pergamino conocido como su «Memorial», renunció a la vida mundana y se concentró en el ascetismo estrechamente relacionado con la comunidad jansenista. De allí se deriva que en apoyo de Antoine Arnauld, el líder jansenista que había sido expulsado de la facultad de teología de la Sorbonne por supuestas posiciones heréticas, Pascal escribió las famosas Cartas provinciales (Cartas escritas por Louis de Montalte a un provinciano amigo), una serie de dieciocho panfletos dirigidos con la más incisiva y más penetrante ironía en contra de la casuística de los jesuitas.

 Las «cartas» aparecieron a lo largo de un periodo de catorce meses; la primera fechada el 23 de enero de 1656; y la última, el 24 de marzo de 1657. Estas elaboraciones tenían la forma de pequeños panfletos, cada uno de ocho o doce cuartillas; tuvieron mucha circulación y produjeron una gran impresión en los países católicos. En realidad son textos expeditos cuyo destinatario final era el público instruido en general y no algún individuo en particular.

 En la actualidad, la inmensa mayoría de las personas no están propensas a leer una obra escrita hace casi cuatrocientos años, sobre todo si está inmersa en argumentaciones teológicas; primeramente, porque muy pocas podrían seguir de cerca la argumentación; y en segundo lugar, serían muy pocas las que tengan interés en hacerlo. No obstante, la lectura de obras antiguas, o el conocimiento de sucesos importantes del pasado lejano, facilita la comprensión de situaciones, sucesos y sistemas del presente.

 La Orden de los Jesuitas, o Compañía de Jesús, fue fundada en 1540 como resultado de los esfuerzos de Ignacio de Loyola y otros seis religiosos, contando con la aprobación del papa Paulo III. Su historia ha sido escabrosa, con acusaciones frecuentes de «casuística», como por ejemplo, su práctica de acomodar las leyes divinas para facilitarle las cosas a los poderosos. En sus Cartas provinciales, Blaise Pascal resume de manera brillante muchos de estos argumentos.

 La hermana menor de Pascal, Jackeline, se había hecho monja y estaba en la abadía de Port-Royal, la cual estaba bajo el constante ataque verbal de los jesuitas, que acusaban de someterse a las supuestas herejías de Cornelio Jansenio, el arzobispo de Ypres. Pascal consideraba acertadamente que la causa de los Jesuitas era vacua, y que su animosidad más bien se explicaba porque se sentían amenazados por la práctica puritana de los jansenistas, ya que causaba confusión en las personas poderosas y ricas que habían seguido el cómodo camino a la salvación delineado por sacerdotes tales como el jesuita español Antonio Escobar y Mendoza, y muchos de sus seguidores.

 En las Cartas provinciales Pascal emplea un estilo que combina el fervor de un converso y el ingenio de un hombre mundano, por lo que —además de su influencia religiosa— fueron populares como trabajo literario, a tal punto que el mismo Voltaire las consideró brillantes y tuvieron influencia en su obra posterior. La primera mitad de estos panfletos puede considerarse periodismo excelente, consistiendo de entrevistas hechas a un jesuita no identificado sobre diversos temas relacionales con la fe y la moral. En algunos tramos, la prosa ronda la sátira, aunque esta nunca llega a ser cruel. En la otra mitad se citan varios ejemplos de casuística y se atacan varias de las proposiciones de los jesuitas, aunque no las más escandalosas como el tiranicidio o el aborto que entonces aprobaban.

 En la película «La vía láctea» (1969) de Luis Buñuel (1900-1983), aparece una escena en la que un cura jesuita se enfrenta con la espada a un jansenista, en lo que puede ser una metáfora visual de la disputa que estas dos corrientes del catolicismo sostuvieron en el siglo XVII, aunque leyendo a Pascal no se concibe el uso de la violencia entre los seguidores del arzobispo Jansenio, pero sí por parte del otro bando, que en aquella época aprobaba el homicidio en ciertas circunstancias.

 El conjunto de las cartas (que fueron traducidas al español por primera vez en 1684 por Graciano Cordero) constituyen una obra en la que Pascal revela y desmantela completamente la casuística jesuita. Es una obra que provoca la reflexión con sus poderosos argumentos, facilitando ver la casuística en el tiempo presente, no solamente en la religión, sino también —y más fuertemente— en la política, en la que fácilmente se confunde con el pragmatismo. También provoca la reflexión sobre de qué manera se hace uso a nivel personal de la casuística en la vida cotidiana o cuando eventualmente se emplea desde la ética circunstancial para justificar la conducta individual. De la obra también se desprende la acertada descripción que de los padres de la casuística hizo el crítico literario Luis Ruiz Contreras en la edición de Las Provinciales de 1933:

 «Los jesuitas prefieren ser tenidos por soldados que por monjes, y se ofenden si les llaman frailes. La Compañía de Jesús opera como un ejército aguerrido, como una comunidad mística y como una asociación secreta. Lo primero se declara en la palabra Compañía, lo segundo en la palabra Jesús, y lo tercero en su cauteloso proceder».

La Autoridad de las Sagradas Escrituras en las Controversias Filosóficas

 El tratado de Galileo Galilei sobre «La autoridad de las Escrituras en las controversias filosóficas» fue escrito en un momento en que la teoría copernicana de la constitución del universo había atraído la atención de los círculos intelectuales de Europa. El monje benedictino Benedetto Castelli fue llamado a defender la teoría ante el Gran Ducado de Toscana, y el religioso pidió a Galileo que le ayudara a reconciliar dicha teoría con la ortodoxia. La respuesta fue una exposición formal sobre las relaciones de la ciencia física con las denominadas sagradas escrituras.
 
 Esta respuesta se amplificó aún más en la carta dirigida a Christina de Lorraine, Gran Duquesa de Toscana, constituyendo una defensa competente y precisa de su posición. Un año después, otro monje entregó la carta de Galileo a Castelli ante la Inquisición, por lo cual el filósofo fue convocado por el Papa Paulo V al Palacio del Cardenal Bellarmine, y allí fue amonestado y advertido en contra de sostener, enseñar o defender la teoría condenada. Sin embargo, unos años más adelante, Galileo tuvo que sufrir juicio y condena de parte de la Inquisición por publicar sus «Diálogos sobre los sistemas del mundo», que le dio a la teoría ptolemaica su golpe final.

 Ha sido observado que esta confrontación no fue un simple conflicto entre la ciencia y la religión, como generalmente ha sido presentado, sino que más bien fue una súbita e inesperada colisión entre la ciencia copernicana y la ciencia aristotélica que había sido asimilada en la tradición de la iglesia. Galileo expresaba sus puntos de vista científicos que respaldaban a Copérnico, así como sus puntos de vista bíblicos en la carta de 1615 a la Gran Duquesa de Toscana, que fue la base de su primer juicio y censura por parte de la iglesia. Su segundo trabajo en esta misma línea, publicado en 1632, le trajo como resultado la condena por sospecha de herejía y un arresto domiciliario de por vida.

 El filósofo griego Aristóteles (384-322 a. C.) creía que el universo era finito y esférico con una tierra estacionaria en su centro, y que, conteniendo todo el universo, estaba la esfera del Movimiento Primigenio activada por el Primer Movilizador Inamovible (Primer Motor Inmóvil). Según su creencia, en el interior estaban esferas transparentes que contenían las estrellas, los planetas, la luna y el sol fijos e inmutables. Esta es la que se conoce como teoría ptolemaica.

 Nicolás Copérnico (1473-1543 d. C.) fue un científico renacentista educado en los clásicos, el Derecho, la teología, las matemáticas, la metafísica, los idiomas y la astronomía. Copérnico desarrolló una cosmología con el sol en el centro, la Tierra girando alrededor de un eje polar y, junto al resto de planetas, girando en torno al sol, esencialmente como se conoce y acepta en la actualidad, y que es conocida como teoría copernicana, la cual defendía Galileo.

 Galileo Galilei (1564-1642 d. C.) recibió una amplia educación renacentista. Hasta 1610, cuando construyó su primer telescopio a los 46 años, se había centrado principalmente en la física, no en la astronomía. Con su adquirido aparato hizo descubrimientos que sacudieron los cimientos del cosmos aristotélico. Observó las elevaciones, valles y otras características que indican cambios en la luna, así como también la moción de cuatro de las lunas de Júpiter, ahora conocidas como las lunas galileas. Con esto, los científicos ya no podían decir que los cuerpos celestes giran exclusivamente alrededor de la Tierra. También observó las fases de Venus, cuya única explicación es que dicho planeta se mueve alrededor del sol y no de la tierra.

 Esto fue el trasfondo de la carta que Galileo escribió a la Gran Duquesa de Toscana, presentando sus puntos de vista «Acerca del Uso de Citas Bíblicas en Asuntos de la Ciencia». El Tribunal del Santo Oficio de la Iglesia Católica usó esa carta contra él en su primer juicio en 1616, ordenándole que renunciara al copernicanismo y se abstuviera por completo de enseñar o defender dicha opinión y doctrina, e incluso que se abstuviera de discutirla.

 En la carta a la Gran Duquesa, Galileo usa la terminología del análisis posterior para explicarle que su defensa de la teoría copernicana se basa en argumentos particulares que refutan la posición ptolemaica. Estos argumentos se extraen de «efectos naturales cuyas causas tal vez no podrían ser designadas». Agrega que estos, junto con otros datos astronómicos determinados por muchos y nuevos descubrimientos celestes, «refutan abiertamente el sistema ptolemaico y están maravillosamente de acuerdo con la otra posición y lo confirman».

 En 1632, Galileo completó su «Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo», cuya publicación culminaba un esfuerzo de doce años, presentando todos los argumentos a favor y en contra de los dos grandes sistemas, el copernicano (heliocéntrico) y el aristotélico o ptolemaico (geocéntrico).

 La curia romana prohibió rápidamente y confiscó el trabajo monumental de Galileo, y se convirtió en la base de su segundo juicio, censura y arresto domiciliario de por vida por parte del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en 1633. La Iglesia Católica Romana le condenó de romper su acuerdo de 1616 y de enseñar la teoría copernicana como una verdad y no como una hipótesis. Le consideraron sospechoso de tener opiniones heréticas condenadas por la Iglesia, y le ordenaron que abjurara. De los diez cardenales que presidieron, siete firmaron su condena.

 El tribunal en la condena de Galileo, establece: «La proposición de que el sol es el centro del mundo y no se mueve de su lugar es filosóficamente absurda y falsa, y formalmente herética, porque es expresamente contraria a las Sagradas Escrituras. La proposición de que la Tierra no es el centro del mundo e inamovible, sino que se mueve, y también con un movimiento diurno, es igualmente absurda y falsa filosóficamente y teológicamente considerado, al menos, erróneo en la fe».

 Con el paso del tiempo, y a medida que nuevas observaciones fueron hechas, la evidencia creció en apoyo de la visión copernicana. El liderazgo de la Iglesia Católica Romana se proyectó como una caterva de imbéciles, abriendo una enorme brecha entre la ciencia y la religión que se ha ido ampliando cada vez más hasta el día de hoy.

 En palabras del autor católico George Sim Johnston, quien se ha esforzado mucho en aminorar la impresión de la existencia de un conflicto entre la religión y la ciencia, «En la mente popular, el asunto de Galileo es una evidencia prima facie de que la búsqueda libre de la verdad se hizo posible solo después de que la ciencia se liberó de los grilletes teológicos de la Edad Media … el caso Galileo es uno de los mazos históricos que se usan para vapulear a la Iglesia; los otros dos son: las Cruzadas y la Inquisición española».

 Como la confrontación de las teorías no es posible sin la participación de defensores y detractores humanos, está claro que el conflicto que generó la curia romana para condenar a Galileo Galilei, fue ciertamente un choque entre la ciencia y la religión cristiana, porque la Iglesia defendió una teoría ya desacreditada para proteger sus intereses particulares, no importándole atropellar los derechos de un filósofo brillante y condescendiente.

La Revuelta de 1932 en El Salvador

Esta breve narración ha sido reproducida manteniendo la ortografía original que difiere poco de la actual para conservar su integridad. Debe tomarse en cuenta que «Martínez» se refiere al general Maximiliano Hernández Martínez, quien había asumido el gobierno por medio de un golpe de Estado, y que fue quien ordenó la masacre. También es de señalar que el término «comunistas» difícilmente se les puede aplicar a los campesinos indígenas (la inmensa mayoría analfabetas) que participaron en la insurrección.


SE INICIA LA REVOLUCIÓN

 La revolución se inició el 22 de enero de 1932. Las fuerzas rebeldes se tomaron San Julián, con 3 mil hombres; Nahuizalco, con unos 1500, Juayúa, con 3600, Salcoatitán 600; Armenia 1200, Izalco 6000, Sonsonate (las haciendas El Canelo y Las Lajas, San Isidro) con unos 3000, Tacuba con 2000. El Cuartel General de los rebeldes estaba situado en Juayúa, donde se encontraba el líder campesino Francisco Sánchez, y donde más atropellos cometieron los alzados, sobre todo, los ebrios. En total, los revolucionarios, no pasaban de unos 16 mil, todos campesinos y obreros. No contaban con instructores diestros, ni jefes capacitados en las cuestiones militares, sus armas eran machetes, cumas y algunos fusiles decomisados a la Guardia.

 El gobierno, en cambio, para repeler el levantamiento, designó al Ministro de la Guerra Coronel Carlos Borromeo Flores para controlar la situación de los departamentos de San Salvador y La Libertad y al General José Tomás Calderón para someter a los revolucionarios de Santa Ana y Sonsonate. Calderón procedió, según órdenes de Martínez, en forma drástica, Fusiló centenares de hombres, mujeres, ancianos y adolescentes. En la ciudad de Juayúa, donde los comunistas asesinaron bárbaramente al Sr Emilio Readeli y a su familia, el jefe del departamento militar ordenó que se presentaran al Cabildo Municipal todos los hombres del pueblo, y allí cuando las familias del lugar estaban reunidas, bloqueó la salida de las calles adyacentes y desde lo alto de las casas le ametralló hasta no dejar a nadie en pie.

 El Gral. Jesús M. Bran, al mando de la Guardia Nacional, desarrolló la mayor parte de operaciones militares del gobierno, equipado con ametralladoras, fusiles y buen equipo de transportes. También intervinieron como jefes el Gral. Alfonso Marroquín y el Coronel Tito Tomás Calvo, quienes pidieron ser los expedicionarios de la región de Sonsonate, en vista de la matanza que, sin discriminación, allí se hacía.

 La revuelta duró del 22 al 26 de Enero de 1932. Mientras los sangrientos sucesos ocurrían, los líderes comunistas, Farabundo Martí, Alfonso Luna y Mario Zapata, éstos dos últimos de La Estrella Roja, fueron capturados el 19 y condenados a muerte por el Consejo de Guerra que los juzgó. El 1 de Febrero, ante las súplicas y los recursos legales, Martí, Luna y Zapata fueron fusilados.

 Momentos dramáticos fueron éstos de Enero de 1932. El campesinado y el obrerismo quedaron horrorizados de la matanza, de la cual se dieron datos en la prensa. El Gral. Calderón fue uno de los que, en telegrama, informó que había “liquidado” 4 mil comunistas en pocas horas.

 El gobierno inglés envió un crucero, con tropa suficiente, para desembarcar en el puerto de La Libertad. El Gral. Martínez no consideró necesaria la ayuda extranjera para el exterminio de los indígenas engañados, ebrios por la demagogia y el aventurerismo político.

 El gobierno de Martínez ordenó que se cavaran fosas comunes para la desaparición de los millares de cadáveres. En carretas, amontonados, unos encima de otros, se trasladaron los muertos, dejando a su paso un reguero de sangre.

 Ante la actitud genocida del gobierno de Martínez, reaccionó en forma favorable el alto capital, la pequeña y mediana clase media y aun sectores obreros y artesanales de la capital, tanto así que, después de la fracasada revuelta, se organizó la famosa Guardia Cívica, en la cual militaron abogados, médicos, estudiantes universitarios, maestros, obreros, las clases acomodadas y hasta algunos comerciantes. La Guardia Civil rondaba, por las noches, las calles de la capital. Lo mismo que en algunas cabeceras departamentales y fue responsable de la muerte de algunos ciudadanos.

Fuente:

Historia del Periodismo en El Salvador
Ítalo López Vallecillos

«El despertar» de Kate Chopin


El despertar es una obra literaria que ha sido considerada un hito del feminismo temprano que también está catalogada como una lectura obligada para cualquier amante de las buenas letras.

La novela fue publicada por primera vez en 1899, y la historia se desarrolla en la ciudad de Nueva Orleans y en la costa del estado de Louisiana, a finales del siglo XIX. La trama está enfocada en el personaje de Edna Pontellier y su lucha entre sus crecientes y nada ortodoxos puntos de vista sobre la feminidad y la maternidad contra las actitudes sociales prevalecientes en el sur de Estados Unidos en esa época.

Se sabe que Catherine O’Flaherty o Kate Chopin, como es mejor conocida por muchos, nació el febrero de 1850, y que tanto en la escuela como en la casa estuvo rodeada de mujeres muy inteligentes durante su crecimiento, ejerciendo gran impacto en su labor literaria.

Pese a que El despertar fue recibida con bastante rechazo por parte del público cuando fue publicada inicialmente, ahora es considerada como una de las primeras y mejores novelas estadounidenses centradas en las cuestiones femeninas sin concesiones.

En esta obra Kate Chopin tejió una narrativa que estableció las bases del canon feminista. Su representación de la mujer casada que no tiene ninguna posibilidad de vivir una vida satisfactoria es un clásico relato de la crisis de género durante la era victoriana. Su enfoque abierto de los temas sexuales está trabajado de tal manera que resulta ser sofisticado, artístico y poderoso. El personaje de Edna Pontellier se torna tan vívido que la persona que lee no puede evitar pasar a la siguiente página con sumo interés tan solo para conocer su historia.

Uno de los puntos que hace de El despertar una lectura esencial es que constituye un recordatorio permanente de cuanto se ha avanzado en los asuntos referentes a las mujeres y de cómo algunos de estas cuestiones todavía persisten en la actualidad.

 

El «Elogio a la Chicharra» de Arturo Ambrogi


ELOGIO DE LA CHICHARRA


Por Arturo Ambrogi (1874–1936)

    En las sumidades del seco ramaje, entre las escasas hojas deshilachadas y polvorientas que perduran fijas a las ramas tostadas, de cara al cielo, la chicharra frota sus élitros desesperadamente, como cuerda, única y vieja, en la caja de un violín fracasado.

    La chicharra hace resonar su canto en el aire sofocante. Y entonando las Letanías del calor, y celebrando el Triunfo de la Siesta ardorosa, parece querer aturdirse ella misma, y naufragar, disolverse acaso (como un grano de incienso entre brasas) en las ondas flotantes de ese ruido metálico.

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    Las dos únicas notas de su violín fracasado, dos únicas pobres notas, se alternan a la iniciación del canto, una a otra, una a otra, despaciosas, como arrastradas, para luego, en un furioso acrecentamiento, cada vez más vivo, cada vez más estrepitoso, amalgamarse en una sola vibración, amplia y envolvente. Canción senil y aislada, áspera hasta la desesperación, cortante al oído como el filo de una espada, agria como el rasguño de un diamante sobre una lámina de cristal.

    Y vista al sol, sobre el dorado fondo del complicado ramaje, entre las vacilantes hojas secas, adherida como una garrapata a la polvorienta corteza con su red de patitas de seis articulaciones, tiene su menudo cuerpo abroquelado, reflejos de cobre en la caparazón, destellos de cristal en las alas sutiles, brillos de gema en los ojos a facetas; y toda ella, menuda, adherida como una garrapata a la corteza terrosa, modelada sobre el fondo del entreverado ramaje, entre las hojas doradas y vacilantes, irradia como un preciado joyel de la Naturaleza.

    Y en el ambiente aletargado del mediodía, en medio del sopor, la pobre música de la chicharra, aislada, agria, fastidiante, tiene casi el inefable encanto de una melodía perdida y adivinada después de años, por casualidad, en un rincón apartado de la memoria.

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    En el silencio canicular, la chicharra canta.

    Canta la laxitud de la hora.

    Canta al sol que arde en el cenit y corroe la tierra como un ácido.

    Canta el bochorno de los potreros en que el ganado sestea, asediado por los tábanos.

    Canta la tierra chamuscada, bajo la cual la simiente fecunda.

    Canta a la yunta desuncida que descansa, y al labrador que duerme a la sombra del árbol, la charra de palma embrocada sobre la cara.

    Canta al maizal que dora sus millones de mazorcas. Y al cañaveral, extendido hasta perderse de vista, y que empompona sus chipustes de compactos plumeros de plata, como escuadrón de coraceros listo para un desfile en honor de la Ceres tórrida.

    Canta a los ramilletes de shilas que florecen en explosiones de laka roja (los ramilletes de shilas que toman, bajo la crudeza del sol, un aspecto fantástico: el de una aglomeración de brochas empapadas en sangre fresca: toda la sangre de muchas vidas. acaparada v consumida, como un óleo cabalístico que aliente, que avive hasta la exasperación, el esplendor de un espectáculo de esteticismo bárbaro: todo un sacrificio, para sugerir una intensa sensación primitiva).

    Canta la tranquilidad metálica de las charcas, cuyas aguas catalépticas se cubren con la nata de la lama, como de un mugriento sudario.

    Canta las suntuosas colgaduras que forman las marañas de pica-pica, tendidas de árbol a árbol, y en las que el mórbido matiz morado oscuro sugiere la idea de la túnica inconsútil del divino Nazareno; y a los girasoles que, erguidos sobre sus tallos lianescos en actitudes mayestáticas, siguen el curso del sol, contemplándole cara a cara, sin deslumbrarse, como a un igual.

    Canta a los pijuyos que dormitan entre los desponjos, como un florecimiento de hongos de hollín; al talapo, que procrea en su cueva; a la negruzca tepelcúa, de doble cabeza, que se cela entre los cercos; y a las incansables guacalchías, que fabrican sus nidos entre los zarzales, erizados como apiñamiento de puntas de clavos roñosos.

    Canta a los salamos, roídos por la carcoma, todos cubiertos de ronchas de escabros y de los garfios acerados de las parásitas, viejos druidas de las montañas, tal vez venerados por nuestros antepasados, y hoy pasto seguro del hacha tiránica del leñador.

    Canta sobre todo al Calor . . . En él nace; en él vive; en é1 goza y se reproduce; y en medio de é1 se muere de vieja, como una abuela achacosa en su cama matrimonial de arcaica ebanistería, entre encajes rancios y lienzos olorosos a alcanfor.

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    Y mientras las hojas se abarquillan, y crujen, martirizadas por el calor, y caen en áureo aluvión y alfombran suntuosamente el suelo, la chicharra, ebria de sequía, prendida al tronco terroso, entre las ramas escuetas, mira al cielo que arde, y al sol, redondo, ígneo como rodela de hierro sacada por la tenaza del horno crepitante de la fragua; y su canto primitivo, su pobre frase repetida hasta el cansancio, y vieja como el Mundo y la Leyenda, vibra en el aire sofocante, con estridente ruido metálico, llena de sugestiones estivales y adormecedora como ingenua tonada de nodriza.

Tomado de:
El Libro del Trópico, 1915.


Del por qué al Estadounidense le Denominan «Americano»

    Recuerdo que cuando formaba parte de una organización guerrillera de izquierda, siempre que se escuchaba el término «americano» en referencia a un estadounidense, no faltaba quien expresara cierto disgusto haciendo énfasis en que toda persona nacida en cualquier sitio del continente llamado América, era americana, y no solamente aquellas que procedían de Estados Unidos. La Unión Soviética se desmoronó cuando la guerra en nuestro territorio estaba en su punto más álgido, y a ese desmoronamiento le siguió el fin de la Guerra Fría, en la que los poderosos actores internacionales habían encajado la nuestra que —aparte de los cadáveres— no tenía nada de gelidez. Cuando se le puso fin al conflicto interno en el país («Calabaza, calabaza, cada quien para su casa»), muchas de las temáticas que antes nos ocupaban y entretenían fueron descartadas, y algunas se volvieron tabú, y muchas otras ya no despertaban el interés de nadie; entre estas, la referente al gentilicio «americano».

    Consciente que la gente de Estados Unidos, sobre todo de origen anglosajón, goza de variadas exclusividades, muchas de las cuales son de opción propia, mismas que escogieron no solamente para diferenciarse lo más posible del país y gente de sus antepasados, no niego que llegué a considerar que eso de que le llamaran «americano» o «americana» a una persona estadounidense era producto de su propia elección. Sin embargo, esa suposición quedó descartada cuando recién llegado a Estados Unidos tomé posesión de un viejo y voluminoso diccionario que en lo referente al origen de esta palabra refería que era de procedencia europea, desde tiempos coloniales, ya que en ese continente así denominaban al principio, no solo a los estadounidenses, sino a cualquier europeo o descendiente de europeo procedente de América. Esto cambió durante las dos grandes guerras mundiales que asolaron Europa, en las que tropas de Estados Unidos desempeñaron una labor determinante en su conclusión, ya que es entonces en que se generaliza «americano» para referirse a un individuo estadounidense.

    La exclusividad radica en que, por ejemplo, nadie llama «americana» a una mujer procedente de Canadá, aunque la mayoría de la población de ese país sea de origen europeo. Tampoco nadie llama «americano» a un hombre procedente de México, aunque ese país esté ubicado en el subcontinente denominado Norteamérica, donde también están Estados Unidos y Canadá. Asimismo, nadie llamará en Europa «americano» a alguien procedente de Honduras, Argentina o República Dominicana. Es más, ni siquiera a una persona procedente de Puerto Rico la llamarán así, aunque esa isla está bajo la jurisdicción territorial estadounidense, en calidad de Estado Asociado. En cada caso aludido existe una denominación gentilicia específica: canadiense, mexicano, hondureño, argentino, dominicano, puertorriqueño.

    Ahora, la pregunta que surge es, ¿por qué no se usó nunca un gentilicio específico para distinguir a la gente de Estados Unidos y se tomó el de todo un continente para designarles «americanos»?

    Mi respuesta (y conjetura más pura) es que esto se debe a la dificultad que representa el topónimo «Estados Unidos» en muchos idiomas para formar el gentilicio, y aquí se incluye y se destaca el mismo idioma inglés. Porque si bien es cierto que en español ese problema no representó ninguna dificultad al crearse apropiadamente «estadounidense», lo mismo no aplica a todas las lenguas, en particular a la inglesa, pese a la enorme versatilidad de la que goza. Además de que «americano» es de más fácil adopción en cualquier lenguaje. En otras palabras, no hay manera de decir «estadounidense» en inglés.

    Hubo un tiempo en que se utilizó un término distinto a «americano» para referirse a una persona de Estados Unidos. Pero esto ocurrió cuando el país estaba integrado solamente por treinta y ocho estados, y en el contexto de la Guerra Civil (1861-1865), cuando a los elementos que luchaban para preservar la integridad nacional eran denominados «unionistas», en contraposición de sus contendedores que pasaron a ser conocidos como «secesionistas», ya que intentaban separarse y establecer su propio país conformado por trece estados sureños que pasaron a llamarse Estados Confederados de América, o simplemente La Confederación. Cuando se produjo la victoria de los federalistas (como también se les llamaba a los del norte) el término «unionista» ya no pudo aplicarse a todo habitante del país, puesto que los pobladores del sur no encajaban ni política ni ideológicamente en esta designación.

    En el diccionario de la Academia Española (RAE), vigésima primera edición de 2011, el término se define así:

->americano, na. 1. adj. Natural de América. U. t. c. s. 2. adj. Perteneciente o relativo a esta parte del mundo. 3. adj. indiano (|| que vuelve rico de América). 4. adj. estadounidense. Apl. a pers., u. t. c. s. 5. f. Chaqueta de tela, con solapas y botones, que llega por debajo de la cadera.


    En inglés, el origen de la palabra «American» se remonta a la década de los años setenta del siglo XIV, cuando se empleaba para referirse exclusivamente a alguien de los aborígenes encontrados por los europeos. En la actualidad se emplea «Native American» (nativo americano) para designarle. En el significado de «residente de Norteamérica de descendencia europea» su uso se remonta a 1765. En italiano se usa «americano» para designar a un estadounidense; en francés se utiliza «Américain», y en alemán «Amerikanisch». En español, pese a existir el gentilicio más apropiado «estadounidense», muchas personas, por la razón que sea, prefieren utilizar «americano» para referirse a lguien de Estados Unidos.