Cuando a principios de octubre de 1983, llegamos por fin al campamento guerrillero ubicado en la Hacienda Cuzcatlán, en el norte del departamento de San Miguel, muy cercana a la ribera del río Lempa, una atractiva, risueña y optimista joven, nos dio la bienvenida formal a las filas de la organización política-militar Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP.
Su rostro risueño y su mirada centelleante transmitían un caudal de emociones de lucha, optimismo, decisión, convencimiento y aptitud voluntariosa al sacrificio generador de las más satisfactorias alegrías. Ella fue la que me preguntó sin ningún misterio qué nombre de guerra, o más bien dicho, qué seudónimo, deseaba adoptar a partir de aquel emotivo momento en que también me explicó que oficialmente pasaba a formar parte de su amada organización.
Lo cierto es que no pensé mucho mi respuesta y se la dí de un tajo: «Deseo que, a partir de ahora, se me llame Yasser». Su encantadora sonrisa se expandió generando dos camanances que autenticaban la genuinidad de sus expresiones, al tiempo que me decía que le resultaba interesante mi elección de seudónimo, ya que ella era amiga de un compañero que tenía uno similar, y que era «Nasser»; aparte, por supuesto, de estar al tanto de dónde provenía el mío. Como aquella guerra era una de constante movimiento, no hubo tiempo para explicar el origen de mi deseo de ser conocido entre mis compañeros como Yasser, porque nuestra caminata continuaba hacia el norte de Morazán.
El día que acepté la invitación a unirme a tiempo completo al ERP, no estaba muy lejano de aquel otro día en que un hijo mío había fallecido una semana después de haber nacido en un parto prematuro. Pese al esfuerzo que pusimos para cuidarlo dedicadamente, otros factores contribuyeron a que su vida fuera imposible, causándome su muerte un dolor similar al que produjo el fallecimiento de mi madre y padre.
A ese niño le habíamos nombrado Yasser, y la elección de mi seudónimo fue para preservar su recuerdo, aunque su paso por este mundo fue tan breve. A él, sí, le dimos su nombre en referencia al líder de la Organización para la Liberación de Palestina, OLP, Yasser Arafat, de quien yo fui admirador durante mucho tiempo, aquel tiempo de romanticismo revolucionario, de analfabetismo político, de idealización de las luchas, sus causas y líderes.
Pero, ¿cómo fue que viviendo en un pueblo remoto, como emergido del mundo medieval, pude convertirme en admirador de un líder del Oriente Medio, en un tiempo cuando ni siquiera existían las computadoras, ni por lo tanto, internet? Ocurre que mi padre tenía suscripción a los principales periódicos que en aquella época se publicaban en el país, y que de algún modo llegaban a ese villorrio, cuya carretera de acceso estaba muchos años distante de conocer el revestimiento del asfalto. Queriendo inculcar en mí el afán por la lectura y el interés hacia algunos temas, muchas veces mi padre me pedía que le fuera leyendo los titulares de las informaciones o artículos, y cuando había uno que le llamaba la atención, pasaba ha leerle la nota completa. Esto ocurrió cuando yo estaba en los inicios de mi educación primaria, es decir, cuando era un niño de entre seis y nueve años.
No recuerdo ni una sola vez que mi padre se haya interesado por alguna información relacionada a Palestina, la OLP, o Yasser Arafat; de modo que no puedo acreditarle de ser el responsable de haberme iniciado como simpatizante de la causa de los palestinos en aquella época. Lo cierto es que esa simpatía surgió por sí misma, sin ningún otro excitador externo que las informaciones relacionadas. Y es que —después que leía en voz alta para mi padre— me quedaba leyendo calladamente las noticias que me habían interesado, entre las cuales destacaban las que incumbían al líder de la OLP y su lucha.
A mi corta edad me parecía que la labor que desarrollaba Arafat era una de mucho valor y de mucho compromiso con su pueblo. En realidad, no solamente era yo un simpatizante de ese movimiento y liderazgo, sino que también albergaba grandes esperanzas de un triunfo total de sus batallas. Y esto fue lo que constituyó el fondo de haber nombrado Yasser a aquel querido niño que nació, creció y murió en un breve lapso de tiempo, como negándose a ser el homenaje a una causa lejana y ajena. No obstante, al retomar ese nombre como mi seudónimo, prolongué la diseminación de aquella simpatía y esperanza que surgió de la nada en mi corazón de niño.
Muchos años después, cuando por fin me decidí a tener un perfil en las llamadas redes sociales de internet, retomé mi nombre de guerra porque era por el cual me reconocerían las personas con quienes me interesaba ponerme en contacto. Al nombre de Yasser le agregué el apellido inventado Nerafat, que es una negación del nombre; porque durante esos años que habían pasado después de terminada la guerra, mi visión, análisis y perspectiva de muchas cosas habían cambiado para siempre, pero siempre quedaba la nostalgia de aquel ser infantil que se identificó con los oprimidos, no con los opresores.