El Cuento de un País Chiquito

Por Esteban Balmore Cruz

Iconografía aborigen 

 Había una vez una región en el mundo donde habitaban varias etnias aborígenes que llevaban sistemas de vida sencillos. Eran los tiempos en que el planeta aún no había sido explorado en su totalidad, por lo que estas etnias llevaban su propio ritmo de desarrollo, con sus propios modos de producción e intercambio; con sus propias creencias religiosas, y con sus propios conflictos.

 El mundo civilizado había erigido desde tiempos remotos su más inusitado personaje, a quien todos llamaban «el Mercader», el cual todavía existe, pero con otros nombres, ya que ha sido renombrado varias veces en distintas épocas, llegándose a conocer como «el Vendedor», «el Comerciante», «el Empresario», «el Inversionista» y últimamente como «el Consejero», ya que en naciones como Estados Unidos a sus anuncios comerciales se les llama ahora «consejos», y en países pequeñitos ha creado agrupaciones que pretenden asesorar a los gobernantes en cómo dirigir los asuntos del estado; es decir, privatizar la administración pública convirtiéndola en un negocio más lucrativo de lo que es y ha sido, de modo que se le facilite apropiarse y vender incluso el aire que se respira.

 Ahora bien, este Mercader siempre ha estado en una búsqueda interminable, una que le fascina al máximo, y que es la motivación de su existencia: siempre ha estado buscando «nuevos mercados». Cuando se refiere a estos, vibra de emoción; su semblante se transfigura en el de un ser delirante; es como si imaginara que ya se le están desparramando los billetes de las manos. Estos «nuevos mercados» a que este personaje se refiere son conglomerados de personas, seres humanos, quienes todavía no consumen sus mercancías, y a quien él pretende llegar con su labia pegajosa para convencerles de la necesidad que tienen de comprar aluminio, hojalata, plástico, papel, tinta e innumerables agregados químicos, con los que presenta empaquetados los frutos de la naturaleza para hacer un negocio redondo. Él se considera muy inteligente, porque en cada transacción que hace siempre obtiene ganancias, que varían de acuerdo al nivel de ingenuidad de la persona honrada que compra sus porquerías.

 En su búsqueda por una ruta más corta a la India, en donde se obtenían las especies que eran bien pagadas en Europa, los exploradores del Mercader descubrieron un tesoro más valioso: ¡Encontraron el continente americano! Eran tan inteligentes los avanzados del Mercader, que nombraron a los aborígenes «indios», creyendo que habían llegado a la India, pese a que anteriormente ya habían visitado muchas veces ese país.

 Entonces fue que el Mercader empezó a venderle a los aborígenes una amplia variedad de mercancías, incluyendo espejos, maniquíes llamados vírgenes, escapularios, muñecos llamados ángeles, crucifijos, agua bendita, estatuillas llamadas santos, y pociones para curar enfermedades con las que él mismo había contagiado a los estupefactos pobladores de aquella hermosa región que pronto se convertiría en campo de batalla y regadero de cadáveres de los desobedientes. Y es que el Mercader se enoja cuando no puede convencer con su labia a sus potenciales clientes de la necesidad de comprarle sus mercancías, y recurre al uso de sus ejércitos para establecer sus mercados.

 Procedió entonces este personaje a delimitar aquella región en países, unos más grandes, otros más chicos, dividiendo aún más las etnias, porque él aplica al pie de la letra aquel viejo adagio de «divide y vencerás»; siendo así como surgió aquel paísito que es tan pequeño, que se le adjudica a Gabriela Mistral haberlo llamado «el pulgarcito de América»; pero el Mercader prefiere llamarlo «el país de la sonrisa», en referencia a las calaveras de los cadáveres de miles y miles de muertos que él mismo asesinó, y que invariablemente tienen las dentaduras al descubierto.

 En cuanto a los descendientes de los aborígenes de aquella región, la mayoría de ellos ya no se reconocen a sí mismos (algunos, aunque no tengan la tez blanca, se consideran europeos); dejaron de adorar la naturaleza y se convirtieron en adoradores del Mercader, quien —desde sus aposentos de abundancia y derroche— se carcajea cuando les mira acarreando sus maniquíes en fervorosas procesiones, o cayendo postrados ante un exconvicto transformado en «pastor de ovejas», siendo todos vasallos de Su Majestad, el Todopoderoso y Omnipotente, Capital.