Revolución para Chico Pancho

Por Héctor Lara

Cuando Chico Pancho entró por primera vez a la población de Perquín, no pudo menos que rememorar los pueblos fantasmas de las viejas películas de vaqueros: las callejas empedradas, sucias y desiertas; las casas blancas, pintadas con cal, con las puertas y ventanas abiertas de par en par, como esperando que alguien entrara a poner un poco de ruido para espantar la tremenda soledad que llenaba todas las habitaciones.

Por los alrededores del templo católico, cuya fachada parecía una gran coladera hecha a balazos, deambulaban todavía algunos perros famélicos, aullando sin descanso la hiriente pena de sus amos, quienes debieron marcharse para no morir allí donde nacieron sin tener resuelto aún el problema del cielo y del infierno. Eran perros tan flacos que ya no tenían energías ni tan siquiera para sacudirse las multitudes de pulgas que, campantes, recorrían la extensión de sus cueros ya casi sin pelos.

Chico Pancho no era el primero ni el último de aquella sección de alumnos de la escuela militar guerrillera. Iba en el medio de la columna, junto al personal de instructores, área de servicios y cuerpo de mando. Para él era maravilloso descubrir que en su país hubiesen lugares como aquel, con muchos árboles de pino y roble, con clima tan fresco y elevadas montañas, donde el viento zumbaba una incesante música que tornaba más solemne la vasta soledad extendida en las distancias inalcanzables. En su pensamiento romántico era por aquel entonces imposible imaginar que algunos meses después los preciosos árboles estarían convertidos en pequeños monumentos de carbón en honor de la guerra que convirtió en pasto de las llamas los hermosos paisajes.

Como todo buen muchacho procedente de la ciudad, comenzaba a descubrir para qué sirven las piernas. “Porque allá -pensaba- a falta de vehículo propio hay buses, taxis y microbuses, o algún próspero amigo que te da un aventón al trabajo o a la escuela. Un par de zapatos dura un año y se dejan por aburrimiento, no por inutilidad. En la urbe es difícil sorprender al sol saliendo al amanecer de sus escondrijos universales.”

—Aquí es Perquín —reveló un veterano guerrillero.

—Y hemos llegado el propio 8 de diciembre, día de la concepción- dijo otro.

—Y estamos cansados y con mucha hambre —expresó otro más.

Chico Pancho casi no hablaba. Ahogaba sus emociones en el estómago, por lo que, varios años después murió pobre y abandonado de una úlcera en el duodeno. Pero era cierto que habían muchas cosas que le molestaban, como por ejemplo algunas frusilerías normales en una tropa de campesinos rebeldes, la mayoría incultos. Pero él nunca se quejaba, no protestaba, no aplaudía, no celebraba. Quizás por eso, en días anteriores se le había acercado el director de la escuela militar guerrillera, para decirle: “Vos sos un muchacho bien portado. El Colectivo de Conducción de nuestra Escuela Revolucionaria quiere que trabajés en apoyo del equipo de instructores.” “Está bien,” contestó él. Y desde entonces dibujaba organigramas y carteles, durante el día y la noche, mientras la situación militar lo permitía, como material didáctico para las clases teóricas de la técnica de combate.

Llegar a Perquín era, entonces, satisfactorio para Chico Pancho. El sólo hecho de cambiar de lugar anulaba el dolor de las llagas en sus piés y diluía el malestar de sus hombros molidos por el pesor de su fusil FAL, el arnés, la mochila y el saco de yute con cuarenta libras de frijol que iba cargando desde allá, desde Torola, varias horas atrás de camino. A la par del cansancio, sentía satisfacción y orgullo de saberse partícipe en la gran tarea de hacer la revolución, aunque después, con el tiempo, fueron decayendo sus ánimos iniciales al enterarse de que las labores pesadas y el anonimato estaban reservadas para todos, menos para los jefes que siempre eran los mismos.

Por aquellos días, cuando en la atmósfera matutina de Perquín únicamente resonaba el eco del cantar al trote de los pelotones “nos preparamos para vencer; nos preparamos para vencer; nos preparamos para vencer…vencereeéemos!,” nadie imaginaba que aquel montañés puebluzco volvería alguna vez a ser habitado por sus moradores originales.

—Yo pienso que con el tiempo muchas poblaciones de nuestro país van a parecerse a ésta, y que al final sólo quedaremos los dos ejércitos para hartarnos mierda- dijo en cierta ocasión el jefe de instructores a Chico Pancho.

Sin embargo, el milagro ocurrió algún tiempo después, cuando el ejército gubernamental, orientado por los asesores norteamericanos, llevó a algunas familias (supestamente base social suya) para repoblar Perquín, y disputarlo también en el campo político a la guerrilla, puesto que ya se perfilaba como un bastión símbolo del movimiento rebelde. En ese año fue que Chico Pancho resultó seleccionado para desempeñarse como activista político en una zona de expansión, al sur del río Torola, privilegio al que renunció luego que su primer reunión con una directiva comunal resultara un fracaso, según el juicio del circunspecto Albertón, quien a la sazón era su jefe.

—Vos no sos marxista– sentenció Albertón. —Vos sos humanista. Y explicó: “El ejemplo que planteaste a los campesinos para graficar la demagogia del gobierno de Duarte, es una mierda.”

—Marxista, humanista o mierdista, es lo que entienden los campesinos salvadoreños —replicó Chico Pancho en un intento por comenzar a defenderse. Encolerizado el miembro del Comité Central por la respuesta del muchacho, abrió hasta donde pudo los ojos de azteca atragantado, les imprimió un brillo azúfreo, y con un tono entre lúgubre y sarcástico soltó la pregunta:-¿Sabés lo que le pasa a los que contestan de esa forma a un miembro del Partido?

Nueve años más tarde, a punto de morir en un predio baldío en San Salvador, entre la chatarra de vehículos y el estiércol de míseros borrachos, vagabundos desheredados y ladrones rateros; entre los postreros sopores de la última agonía provocada por el incontenible desangramiento bucal y anal, al final del recuento emotivo de sus doce años como guerrillero, Chico Pancho hubo de ver otra vez a Albertón, de pie, impecable, frente a él, en aquel sucio lugar donde yacía abandonado.

—El partido es como una bondadosa madre que nunca nos olvida– dijo el miembro del Comité Central mesándose la espesa barba ya con canas.

—El conoce nuestras cualidades y nuestras debilidades —continuó—. Chico Pancho escuchaba la voz regia del Comandante como en un amplio salón acústico, como en una visión de Ezequiel el profeta, o como en un desdoblamiento astral reservado exclusivamente para los “iniciados”.

—Ahora que la guerra terminó, todos los que como vos se sacrificaron durante los años más difíciles de la lucha, deben ser reconocidos y premiados.

El ex-guerrillero suspiró aliviado. Por un instante consideró que Albertón iba a “ajusticiarlo”,es decir, a matarlo; a cumplir la sentencia de varios años atrás.

—También a vos te incluímos en las listas de desmovilizados. Tenés derecho a una estufa de tres quemadores, un cántaro, dos machetes y un juego de comedor.

Lo último que Chico Pancho vio en la agonía fue una sonrisa, que luego se convirtió en risa, y posteriormente en carcajada, pero no en la cara de Albertón, sino en muchas caras de muchísimos Albertones…

Septiembre, 1992.

El Día que el Ejército Destruyó el Pueblo de Torola

(19/01/1985, día en que fui herido de bala).

Por Fidel A. Romero

Estaba terminando el operativo Torola V y fue el batallón Cuzcatlán. Habían pasado varios días en operativo junto a otros batallones en el norte de Morazán. Ellos iban de salida del frente y habíamos estado preparando un plan para hacerles una cantidad de bajas sin mayores riesgos para nosotros en la zona de Torola. El plan consistía en simular un campamento de puesto de mando en el área de San Diego, jurisdicción de San Antonio del Mosco; que nos sorprendían y dejábamos abandonada una cantidad de recursos logísticos, pertrechos y radios; estos eran cazabobos, o sea trampas que los soldados intentarían apropiarse y usarlas. Yo estaba siendo coordinado por el jefe de la defensa del frente “Albertón” y me habían asignado una sección de la BRAZ, al mando de Serapio. Estos eran los que garantizarían la seguridad de los del puesto de mando para que ejecutaran su campamento simulado y no fueran realmente sorprendidos.

El punto de salida era el sitio Los Amates del cantón Ojos de Agua, por el cerro El Cacalote. El enemigo estaba pernoctando en El Moscarrón y en el volcán Torola. Mi estructura del puesto de mando y del campamento simulado la componíamos unas 20 personas, entre los cuales estaban: mi seguridad personal (Alvarito, Carlos y Walter); el radista Edwin, Yasser, Marcela, el “Flaco” Gustavo y Marina “la Periquita” (de Prensa y Propaganda); Libertad, Julito médico, más brigadistas ( clínica y equipo medico); Guillermo, Pedrito y María (taller de explosivos); además Mercedes, la compa del Arnoldo “el Cristo Negro” y su sobrina Clarissa; y Bejuquita, hermano de “Dino Traca” o “How are you” (Jaguaryú, equipo de cocina”).

El desplazamiento del puesto de mando (el campamento simulado) iniciaría a las 03:00 horas para completarlo a las 06:00 en el lugar indicado: San Diego. Una hora antes, a las 02:00 horas, debía salir la mejor escuadra de la sección al mando del mejor jefe con la tarea de explorar el camino de mi desplazamiento y principalmente confirmar la ausencia del enemigo en el mismo, con prioridad en los puntos considerados críticos como elevaciones, poblado de Torola y cruz calles. De antemano sabíamos la ubicación de una compañía enemiga del batallón Cuzcatlán en el volcán Torola y en la elevacioncita de El Amate. Esta estaba a la orilla de la calle hacia Torola, y a unos 300 metros de la vereda donde nosotros pasaríamos, por supuesto en un avance silencioso…Después que pasara el puesto de mando, pasaría el grueso de la sección como retaguardia y se distribuiría en puntos dominantes para proteger el puesto de mando, o entrar en acción si se necesitaba.

Serapio, ante mi presencia, llamó a formar la escuadra exploradora y les dio las indicaciones. Preguntó si estaban entendidos, a lo cual respondió el jefe en secreto: “¡Entendido!”…y luego les dijo: “¡Media vuelta, en rumbo a cumplir la misión!”. Y aquel grupo de 10 experimentados combatientes, guardando la prudente distancia de marcha, en las circunstancias operativas y en cumplimiento de su misión, salieron.

Ellos y su jefe estaban sabedores y entendidos de que avisaría y esperarían indicaciones si encontraban enemigo en el trayecto; que revisaría el poblado y alrededores, así como también toma y control del mismo hasta que pasara el puesto de mando; que tendría dos contactos visuales con mi gente en dos puntos: entrada al pueblo por el lado de El Pedrero, y en su salida, en el desvío de San Diego. De este punto en adelante, yo enviaría mi equipo de vanguardia por dos razones: ya no se consideraba crítico el desplazamiento, y había que garantizar el control del lugar hasta que pasara el grueso de la fuerza de Serapio.

Iniciamos la marcha bajo abundante luz de la luna después de una hora que salió la escuadra exploradora, y después de ser confirmados que estaban en lugar indicado, lo que significaba que el camino había sido explorado y que se tenía control del poblado. Aún así marchábamos con las precauciones del caso por la cercanía de las posiciones enemigas en las elevaciones de El Amate y volcán Torola…la luna alumbraba bastante claro el camino. Bajo la sombra que producía el abundante follaje de los árboles a la entrada de Torola, por el lado de El Pedrero, nosotros divisamos el punto de una enorme trinchera de piedra tras la cual se veían tres formas de cabezas con gorras, que era parte del equipo explorador, parapetados y en posición segura para sorprender y controlar esa entrada…Mi columna, de 20 personas, se veía mucho mayor por la distancia que guardábamos entre uno y otro, más la vista del camino semitortuoso y lleno de sombras proyectadas por el follaje…A unos 30-40 metros, pasé la consigna en secreto de pararnos para identificarnos con los 3 compas de la trinchera…Se veían las cabezas inmóviles y en posición de alerta…Me adelanto un poco acompañado de mi seguridad personal, me paro y les grito la consigna acordada…Espero respuesta y como no la recibo, repito la consigna…y la respuesta fue:… “¿Qué consigna?”…y una andanada de metralla; uno o dos fusiles en ráfaga hacia el grueso de mi columna que por reflejo todos al unísono nos tendimos en la calle alfombrada de pequeñas piedras, mientras les gritaba: “¡no disparen, son compas!”….Yasser y Alvarito me contestaron diciéndome: ¡”Si fueran compas no nos estarían rafagueando, tenemos que responder!”.

Me resistía a pensar que los exploradores y garantes del paso nuestro por ese punto nos estuvieran disparando, pero Yasser y Alvarito tenían razón…y ellos no paraban de dispararnos y yo sentía lo caliente de la sangre que manaba abundante de mi costado izquierdo y apretaba junto con los arneses de mi equipo y mochila para retardar el sangrado y el colapso del pulmón; además dos de mis escoltas se quejaban de heridas de bala también.

La situación era apremiante. Yo no decía sobre mis heridas pero sabia de los otros dos…y Yasser los vio y dijo algo así: “sean o no compas…ellos nos están atacando y vamos a responder”, y enfiló el fusil hacia la trinchera y les dijo a dos más: “tiremos un par de rafagones”, lo cual hicieron, y la respuesta fue que los de la trinchera dejaron de disparar y desaparecieron…

Dí la orden de regresarnos al lugar de salida y le dije a Alvarito que coordinara la marcha de regreso lo mas rápido posible. antes de la reacción del enemigo cercano que teníamos, y antes que perdiera fuerza, porque estaba sangrando del pecho y los otros dos compañeros improvisaron vendajes para parar el sangramiento del antebrazo. Así regresamos a El Amate amaneciendo, aún no salía el sol. Encontré a Serapio con sus ojos grandes casi saliéndosele de las órbitas, sin decir nada…y le dije: “Nos atacaron, toma mi radista que si mal no recuerdo era Edwin, y hazte cargo de la coordinación de todo.”  Edwin se quedó allí y yo continué caminando hacia adentro de la casa de bahareque y le pedí al Julito médico que chequeara la herida y parara el sangramiento.

Tendido al ras del suelo en una puerta de madera que improvisaba la cama de operaciones, Julito me dijo…” que suerte tienes , no está perforado el pulmón ni entró al corazón porque topó en una costilla y se desvió un poco superficial y está alojado el plomo debajo de la tetilla izquierda”…No terminaba de digerir el significado de las palabras de Julito cuando un rafagón de ametralladora 60 pasó paralelo a lo largo de mi cuerpo tendido, a escazos 60 cms., cayendo sobre nosotros la tierra que desprendía de la pared de tierra. Julito se tendió y cogió su fusil en posición defensiva, y Libertad ( jefa del puesto médico y la clínica) gritó a Julito: “¡Llevate a Fidel por la quebrada hasta un puesto seguro…Luego les buscaremos!”.

Mientras Libertad coordinaba la dilación del avance de los soldados, con una línea de fuego improvisada formada por el personal de servicio que simularía el campamento en la misión ya frustrada (prensa y propaganda más las brigadistas y un par de compas más), Julito médico casi me arrastra sacándome por la otra puerta de la casa hacia una vaguada charraloza y caminando rápido en medio del nutrido combate…desaparecimos.

Cada vez más lejanos se escuchaban los disparos de los compas y las ráfagas de los soldados…Tenía la confianza que Serapio con su sección intervendría para salvar la situación, ya que las estructuras de servicio no tenían la experiencia aunque sí mucha disposición de combatir para proteger a quien lo necesitara. La sorpresa fue grande cuando al mediodía nos encontró Libertad con un par de brigadistas más y nos daba en detalle lo ocurrido: Los soldados iban de salida, no tuvimos ni una baja y Serapio con la fuerza se fue rumbo a la Villa El Rosario, mientras nosotros combatíamos y desviábamos los soldados.

Ese día fue incendiado por el batallón Cuzcatlán el pueblo de Torola. Llegó Albertón a sustituirme e iniciar una investigación de lo ocurrido que, según él, fue algo intencionado. El jefe de escuadra fue apresado en vías de investigación. En la clínica como herido tuve la oportunidad de investigar por mí mismo lo ocurrido a través de la información que Serapio y Goyo Negro tenían…Que, el jefe de escuadra uno de los más aguerridos de la BRAZ, tenía un problema que no había sido comentado antes: este muchacho era capaz de obedecer indicaciones y cumplirlas aún estando dormido, y lo más seguro que pasó, fue que recibió las indicaciones de Serapio estando dormido, y cuando estaba en posición avisó que todo estaba listo pero no recordaba la consigna que yo le gritaba con insistencia, confundiéndonos con una columna de soldados en avance de madrugada. Depués de algunos días en prisión, el compa escapó de las rejas de Torola y se fue hacia el sur. En lo personal me alegró que escapara porque no teníamos suficientes recursos técnicos para demostrar su inocencia.


Revolución para Chico Pancho

Por Héctor Lara

Cuando Chico Pancho entró por primera vez a la población de Perquín, no pudo menos que rememorar los pueblos fantasmas de las viejas películas de vaqueros: las callejas empedradas, sucias y desiertas; las casas blancas, pintadas con cal, con las puertas y ventanas abiertas de par en par, como esperando que alguien entrara a poner un poco de ruido para espantar la tremenda soledad que llenaba todas las habitaciones.

Por los alrededores del templo católico, cuya fachada parecía una gran coladera hecha a balazos, deambulaban todavía algunos perros famélicos, aullando sin descanso la hiriente pena de sus amos, quienes debieron marcharse para no morir allí donde nacieron sin tener resuelto aún el problema del cielo y del infierno. Eran perros tan flacos que ya no tenían energías ni tan siquiera para sacudirse las multitudes de pulgas que, campantes, recorrían la extensión de sus cueros ya casi sin pelos.

Chico Pancho no era el primero ni el último de aquella sección de alumnos de la escuela militar guerrillera. Iba en el medio de la columna, junto al personal de instructores, área de servicios y cuerpo de mando. Para él era maravilloso descubrir que en su país hubiesen lugares como aquel, con muchos árboles de pino y roble, con clima tan fresco y elevadas montañas, donde el viento zumbaba una incesante música que tornaba más solemne la vasta soledad extendida en las distancias inalcanzables. En su pensamiento romántico era por aquel entonces imposible imaginar que algunos meses después los preciosos árboles estarían convertidos en pequeños monumentos de carbón en honor de la guerra que convirtió en pasto de las llamas los hermosos paisajes.

Como todo buen muchacho procedente de la ciudad, comenzaba a descubrir para qué sirven las piernas. “Porque allá -pensaba- a falta de vehículo propio hay buses, taxis y microbuses, o algún próspero amigo que te da un aventón al trabajo o a la escuela. Un par de zapatos dura un año y se dejan por aburrimiento, no por inutilidad. En la urbe es difícil sorprender al sol saliendo al amanecer de sus escondrijos universales.”

—Aquí es Perquín —reveló un veterano guerrillero.

—Y hemos llegado el propio 8 de diciembre, día de la concepción- dijo otro.

—Y estamos cansados y con mucha hambre —expresó otro más.

Chico Pancho casi no hablaba. Ahogaba sus emociones en el estómago, por lo que, varios años después murió pobre y abandonado de una úlcera en el duodeno. Pero era cierto que habían muchas cosas que le molestaban, como por ejemplo algunas frusilerías normales en una tropa de campesinos rebeldes, la mayoría incultos. Pero él nunca se quejaba, no protestaba, no aplaudía, no celebraba. Quizás por eso, en días anteriores se le había acercado el director de la escuela militar guerrillera, para decirle: “Vos sos un muchacho bien portado. El Colectivo de Conducción de nuestra Escuela Revolucionaria quiere que trabajés en apoyo del equipo de instructores.” “Está bien,” contestó él. Y desde entonces dibujaba organigramas y carteles, durante el día y la noche, mientras la situación militar lo permitía, como material didáctico para las clases teóricas de la técnica de combate.

Llegar a Perquín era, entonces, satisfactorio para Chico Pancho. El sólo hecho de cambiar de lugar anulaba el dolor de las llagas en sus piés y diluía el malestar de sus hombros molidos por el pesor de su fusil FAL, el arnés, la mochila y el saco de yute con cuarenta libras de frijol que iba cargando desde allá, desde Torola, varias horas atrás de camino. A la par del cansancio, sentía satisfacción y orgullo de saberse partícipe en la gran tarea de hacer la revolución, aunque después, con el tiempo, fueron decayendo sus ánimos iniciales al enterarse de que las labores pesadas y el anonimato estaban reservadas para todos, menos para los jefes que siempre eran los mismos.

Por aquellos días, cuando en la atmósfera matutina de Perquín únicamente resonaba el eco del cantar al trote de los pelotones “nos preparamos para vencer; nos preparamos para vencer; nos preparamos para vencer…vencereeéemos!,” nadie imaginaba que aquel montañés puebluzco volvería alguna vez a ser habitado por sus moradores originales.

—Yo pienso que con el tiempo muchas poblaciones de nuestro país van a parecerse a ésta, y que al final sólo quedaremos los dos ejércitos para hartarnos mierda —dijo en cierta ocasión el jefe de instructores a Chico Pancho.

Sin embargo, el milagro ocurrió algún tiempo después, cuando el ejército gubernamental, orientado por los asesores norteamericanos, llevó a algunas familias (supestamente base social suya) para repoblar Perquín, y disputarlo también en el campo político a la guerrilla, puesto que ya se perfilaba como un bastión símbolo del movimiento rebelde. En ese año fue que Chico Pancho resultó seleccionado para desempeñarse como activista político en una zona de expansión, al sur del río Torola, privilegio al que renunció luego que su primer reunión con una directiva comunal resultara un fracaso, según el juicio del circunspecto Albertón, quien a la sazón era su jefe.

—Vos no sos marxista- sentenció Albertón —Vos sos humanista. Y explicó: “El ejemplo que planteaste a los campesinos para graficar la demagogia del gobierno de Duarte, es una mierda.”

—Marxista, humanista o mierdista, es lo que entienden los campesinos salvadoreños —replicó Chico Pancho en un intento por comenzar a defenderse. Encolerizado el miembro del Comité Central por la respuesta del muchacho, abrió hasta donde pudo los ojos de azteca atragantado, les imprimió un brillo azúfreo, y con un tono entre lúgubre y sarcástico soltó la pregunta:-¿Sabés lo que le pasa a los que contestan de esa forma a un miembro del Partido?

Nueve años más tarde, a punto de morir en un predio baldío en San Salvador, entre la chatarra de vehículos y el estiércol de míseros borrachos, vagabundos desheredados y ladrones rateros; entre los postreros sopores de la última agonía provocada por el incontenible desangramiento bucal y anal, al final del recuento emotivo de sus doce años como guerrillero, Chico Pancho hubo de ver otra vez a Albertón, de pie, impecable, frente a él, en aquel sucio lugar donde yacía abandonado.

—El partido es como una bondadosa madre que nunca nos olvida- dijo el miembro del Comité Central mesándose la espesa barba ya con canas.

—El conoce nuestras cualidades y nuestras debilidades-continuó. Chico Pancho escuchaba la voz regia del Comandante como en un amplio salón acústico, como en una visión de Ezequiel el profeta, o como en un desdoblamiento astral reservado exclusivamente para los “iniciados”.

—Ahora que la guerra terminó, todos los que como vos se sacrificaron durante los años más difíciles de la lucha, deben ser reconocidos y premiados.

El ex-guerrillero suspiró aliviado. Por un instante consideró que Albertón iba a “ajusticiarlo”,es decir, a matarlo; a cumplir la sentencia de varios años atrás.

—También a vos te incluímos en las listas de desmovilizados. Tenés derecho a una estufa de tres quemadores, un cántaro, dos machetes y un juego de comedor.

Lo último que Chico Pancho vio en la agonía fue una sonrisa, que luego se convirtió en risa, y posteriormente en carcajada, pero no en la cara de Albertón, sino en muchas caras de muchísimos Albertones…


Septiembre, 1992.


NOTA: Héctor Lara, Yasser o Baneste, es la misma persona.