Breve Reseña Biográfica de Sócrates

Por Esteban Balmore Cruz

Sócrates


Sócrates nació en Alopeke en el año 468 A.E.C. Su padre, Sofronisco, era un escultor no muy reconocido y en una condición socio-económica modesta, en tanto su madre, de nombre Fainarate, era partera. Pertenecía a la tribu Antióquida, y más adelante en su vida se casó con Xantipe, con la que procreó tres hijos.

Sócrates fue instruido en la profesión de su progenitor, para la que al parecer tenía una aptitud considerable, pues según la tradición no corroborada por investigaciones actuales, él manufacturó las estatuas de las Tres Gracias que estaban ubicadas en las proximidades de la Acrópolis; sin embargo, no se dedicó a este oficio por completo, sino que pasó una gran parte de su tiempo estudiando las obras de los filósofos. Su amigo íntimo, Critón, le suministró los fondos para pagar a los maestros que le enseñaron varias líneas de estudio, y se convirtió durante su juventud en auditor de la mayoría de los importantes pensadores de su época que visitaban Atenas. De este modo recibió la mejor educación que un joven ateniense podía obtener en su tiempo.

Durante la primera parte de su vida se desempeñó en su oficio de tal manera que pudo ganarse una subsistencia decente, y habiendo recibido una pequeña herencia a la muerte de su padre, cuando tenía alrededor de treinta años de edad, se dedicó enteramente a la persecución del conocimiento filosófico. Sus hábitos eran simples y modestos; su vestimenta era ordinaria y raras veces usó calzado; siendo capaz con este estilo frugal de vida, de poder vivir sin trabajar, y al mismo tiempo, sin depender de otros.

En relación a la vida pública, Sócrates sirvió en el ejército de su nación de manera fiel como soldado hoplita, en concordancia con el deber de cada ciudadano ateniense. Se sabe que participó en tres campañas militares durante la guerra del Peloponeso (431-404 A.E.C.), mostrando mucha intrepidez y gran valor, habiendo tenido que padecer, sin lamentaciones, al igual que sus camaradas, el hambre y la sed, el calor y el frío. En una escaramuza con el enemigo, Alcibíades, su discípulo, cayó herido en campo contrario, y Sócrates lo rescató y lo condujo fuera de las acciones, por lo que fue galardonado con la corona cívica como premio al valor. Sin embargo, él transfirió este galardón a Alcibíades. Está registrado que en otra campaña salvó la vida a Jenofonte, otro de sus discípulos, a quien llevó en sus hombros abriéndose paso en la batalla con su arma a medida que avanzaba.

Cuando tenía sesenta y cinco años se convirtió en miembro del Consejo de los Quinientos en la ciudad de Atenas, del cual llegó a ser presidente; y en virtud de dicho cargo, le correspondía dirigir por un día las asambleas populares y guardar la llave de la ciudad y el tesoro. En ese periodo, diez oficiales navales habían sido acusados de mala conducta por haber ignorado el deber sagrado de enterrar a los muertos después de la batalla de Arginusas, imposibilitados de hacerlo por una tormenta muy violenta. Al darse cuenta que la gente estaba dispuesta a absolverlos, sus acusadores lograron, por medio de intrigas, la prórroga del proceso durante varias sesiones. Una de éstas se llevó a cabo en el día en que Sócrates era presidente, y los ciudadanos, instigados por los malos elementos, exigieron furiosos la pena de muerte contra todos los acusados, contraviniendo la ley. Pero las amenazas de violencia no pudieron doblegar la inflexible justicia de Sócrates, habiendo sido más adelante capaz de atestiguar, durante su propio juicio, que diez hombres inocentes habían sido salvados por su influencia.

Durante el tiempo de vida de Sócrates existía un grupo de filósofos conocidos como los sofistas, quienes habían implantado la práctica de cobrar a cambio de enseñar, limitando de esta manera el acceso al conocimiento solamente a quienes podían pagar (los miembros de la aristocracia); y él estaba en oposición a dicha tendencia considerando que pervertía a la juventud griega; por lo que se dedicó a procurar la instrucción de todos en una filosofía más prudente y mejor que la que prevalecía, convirtiéndose, de hecho, en un instructor del pueblo, ocupándose desde el amanecer en la búsqueda de personas para enseñarles en el conocimiento que había adquirido. Asistía a las reuniones públicas y calles más concurridas; entraba a los talleres de artesanos y artistas; y conversaba con las personas sobre muchos temas, incluyendo, los deberes religiosos, las relaciones sociales y políticas, la moral, la agricultura, la guerra y las artes. Su esfuerzo estaba enfocado a eliminar los prejuicios y errores prevalecientes y sustituirlos con principios correctos; en estimular la creatividad de sus oyentes; en animarles y consolarles para iluminar y mejorar la humanidad.

Aunque la población griega en general en ese periodo se dedicaba celosamente a su mitología pagana que veneraba muchos dioses, Sócrates creía en la existencia de un solo ser supremo; sin embargo, cuidándose de no ofender a sus hermanos más débiles, observó con cuidadosa exactitud y puntualidad las prácticas religiosas que la costumbre había consagrado desde la antigüedad. Él se encontraba constantemente en la presencia de un círculo de discípulos que obtuvieron de él el espíritu investigativo, y fueron inspirados con el afán por lo más sublime, la religión, la verdad y la virtud. Por ello, las subsiguientes tendencias filosóficas de Grecia se remontan a él, y por esto debe ser considerado como el maestro que dio a la investigación filosófica entre los griegos su más alta dirección. Entre sus discípulos más distinguidos estuvieron Alcibíades, Critón, Jenofonte, Antístenes, Aristipo, Fedón, Esquines, Cebes, Euclides y Platón. Pero sin duda, fue este último su más renombrado discípulo, de quien se dice que habiéndose dedicado en su juventud a la poesía y la pintura, renunció a ambas actividades para convertirse en su alumno y seguidor, tornándose en su amigo fiel, y acompañándolo durante el encarcelamiento, atendiéndole constantemente, y asumiendo el compromiso de escribir sus últimos discursos sobre lo que él consideraba la inmortalidad del alma. Y basándose en los relatos separados que han proporcionado Jenofonte y Platón, se deduce que les instruyó en la política, la retórica, la lógica, la ética, la aritmética y la geometría, aunque no de manera sistemática. Leyó con ellos las obras de los principales poetas, y señaló sus bellezas; trabajó para iluminar y corregir sus opiniones sobre todos los temas prácticos, y para excitarlos al estudio de lo que es más importante para las personas. Con el objeto de hacer sus instrucciones atractivas, éstas fueron transmitidas, no en disertaciones prolongadas, sino en pláticas amenas a través del empleo de preguntas y respuestas, habiéndose constituido en un método de enseñanza que pasó a ser conocido como «método socrático». Los fragmentos de sus conversaciones preservados por Jenofonte a menudo dejan insatisfecho al lector; pero Platón ha transmitido el espíritu genuino de este método.

Sócrates fue víctima del espíritu de intolerancia que ha sacrificado a tantas personas que han estado adelante de sus épocas. El documento que contiene la acusación contra él fue depositado en el templo de Cibeles, en el siglo II A.E.C. En él se lee: «Mileto, hijo de Mileto, acusa a Sócrates, hijo de Sofronisco, de ser culpable de negar la existencia de los dioses de la república, haciendo innovaciones en la religión de los griegos, y de corromper a la juventud ateniense. Pena: la muerte».

Mileto, quien era un escritor trágico de un nivel inferior, fue contratado como acusador en este asunto por los enemigos ricos y poderosos de Sócrates; entre ellos, Anito y Licón; el primero, un artesano rico y demócrata celoso, que había prestado servicios importantes a la república, al haber asistido a Trasíbulo en la expulsión de los treinta tiranos y en el establecimiento de la libertad de su país; y el segundo, era un orador, y por lo tanto un magistrado político, a cuya posición tenían derecho los oradores atenienses de acuerdo con las leyes de Solón. Sócrates tenía setenta años de edad cuando se le citó a aparecer en el Areópago, y la noticia de este evento no causó mucha sorpresa, ya que la gente lo había esperado por un tiempo. Aristófanes (el escritor célebre de comedias de Atenas), a la instigación de Mileto, había ridiculizado el carácter venerable del filósofo; y una vez calumniado y difamado, el inconstante público dejó de venerar al hombre al que antes había considerado como un ser de un orden superior.

Los enemigos de Sócrates eran de dos clases. La una, consistía de ciudadanos que no podían dejar de admirar su genio y conducta, pero que lo consideraba un innovador peligroso y subversor del orden público. Éstos estaban prestos, con él, a reconocer que algunas reformas podrían hacerse en los dogmas del paganismo; que los dioses y diosas no eran modelos de virtud; y que la conducta del soberano de los cielos (Zeus), estaba lejos de ser ejemplar; pero, decían ellos, «los truenos de Júpiter ejercen una influencia saludable sobre las mentes de algunos, y las penurias del Tártaro todavía operan como un freno a las pasiones de los otros». Cuestionar la antigua fe, era a la vez atacar los fundamentos de las instituciones de la República y excitar la revolución. La filosofía de Sócrates, aunque verdadera, debía ser suprimida; porque la vida de un hombre no debe ser puesta en la balanza con el reposo de todo un pueblo y la seguridad del país. Era preferible que Sócrates muriera, a que Atenas pereciera. Tal era el razonamiento de una porción de los enemigos del gran pensador.

La otra clase se componía de los supersticiosos e intolerantes que habían sido expuestos diariamente a las censuras y sarcasmos del filósofo; en línea con aquellos individuos de estrechez mental que miraban el bienestar y la fama de sus conciudadanos con envidia y malicia. El sector que había exiliado a Arístides por su grandeza, estaba dispuesto a condenar a Sócrates por su sabiduría. Los amigos y discípulos del gran pensador miraron el peligro que le amenazaba, y con ansiedad y temor concurrieron en derredor de su maestro, suplicándole que huyera o que adoptara algún medio de defensa; pero él no adoptaría ninguno. Lisias, uno de los oradores más famosos de la época, compuso una oración conmovedora, sugiriendo que su amigo la pronunciara como defensa en presencia de los jueces. Sócrates la leyó elogiando su estilo animado y elocuente, pero la rechazó. La ansiedad y dificultad de evitar la condena le parecían a él de poca importancia, comparadas con el desempeño de su deber de mantener, hasta el último momento, la verdad de sus principios y la dignidad de su persona. Aunque Sócrates era elocuente y persuasivo en la conversación, no poseía la cualidad de dirigirse a una gran congregación de personas; por lo que en el día de su juicio, pidió permiso de los jueces para utilizar los medios de defensa a la que estaba acostumbrado; es decir, hablar familiarmente con sus adversarios y hacerles preguntas.

—Atenienses —dijo comenzando—, espero tener éxito en mi defensa, si al tenerlo, algo bueno pueda resultar; pero miro mi éxito muy dudoso, y, por lo tanto, no me engaño a este respecto. Pero que la voluntad de los dioses sea obedecida.

Las dos acusaciones principales contra Sócrates fueron en primer lugar, que no creía en la religión del estado; y en segundo lugar, que era culpable de corromper las mentes de los jóvenes, y de la difusión de la incredulidad en la religión establecida.

Sócrates no respondió de manera directa a ninguno de estos cargos. En lugar de declarar que él creía en la religión del país, demostró que no era ateo; en lugar de refutar el cargo de instruir a la juventud para dudar de los principios sagrados de la ley, declaró y demostró que era moralidad lo que enseñaba; y en vez de apelar a la compasión de los jueces, no ocultó su desdén en utilizar los medios practicados por otros acusados, quienes con el fin de excitar la simpatía y la compasión, llevaban a sus hijos y parientes para suplicar, con lágrimas en los ojos, la misericordia de los impartidores de justicia.

—¡Yo también tengo amigos y parientes! —expresó—. Y en cuanto a niños; tengo tres; uno, adolescente; los otros dos en la infancia; pero no les voy a permitir que vengan aquí para excitar su simpatía. ¿Por qué no lo voy a hacer? No es a causa de terquedad, ni por ningún desdén que tenga para ustedes. Por mi honor, por vuestro honor, por el de la república, no concuerda que con la reputación, ya sea verdadera o falsa que he adquirido, deba hacer uso de dichos medios para procurar su absolución.

Cuando terminó de hablar, los jueces del Areópago lo declararon culpable por mayoría de tres. Al ser exigido, de acuerdo con el espíritu de las leyes atenienses, que dictara sentencia de sí mismo y expresara la muerte que preferiría, Sócrates, consciente de su propia inocencia, respondió:

—Lejos de considerarme culpable, creo que he rendido a mi país servicios importantes, y por tanto, pienso que se me debe mantener en el Pritáneo a expensas del público, durante el resto de mi vida, en honor, oh atenienses, a que merezco más que los vencedores de los juegos olímpicos. Ellos te hacen feliz en apariencia; yo lo he hecho en la realidad.

Esta respuesta exasperó mucho a los jueces, quienes lo condenaron a morir por veneno. Cuando se dictó la sentencia, Sócrates se mantuvo durante un breve lapso tranquilo y sin molestias, y luego pidió permiso para hablar unas pocas palabras.

—Atenienses —dijo— , vuestra falta de paciencia será utilizada como pretexto por los que quieren difamar a la República. Ellos dirán que ustedes han muerto al sabio Sócrates; sí, me llamarán «sabio», para aumentar vuestra vergüenza, aunque no lo soy. Si hubieran esperado un corto tiempo, la muerte habría llegado por sí misma, y por lo tanto se habrían ahorrado esa deshonra. Ven que ya estoy de edad avanzada y que he de morir en breve. Todos saben que en tiempos de guerra, no hay nada más fácil que salvar nuestras vidas deponiendo las armas y exigir clemencia del enemigo. Es lo mismo en todos los peligros; mil pretextos pueden ser encontrados por aquellos que no son escrupulosos en cuanto a lo que dicen y hacen. Es difícil, oh atenienses, evitar la muerte; pero lo es mucho más evadir el crimen, que es más presto que la muerte. Es por esta razón que, viejo y débil como soy, espero la última, mientras que mis acusadores, que son más vigorosos e inconstantes, abrazan el anterior. Estoy ahora a punto de sufrir el castigo al que me habéis condenado; mis acusadores, el odio y la infamia a la que los condena la virtud.

Al finalizar fue llevado a prisión encadenado, habiéndose fijado su ejecución en veinticuatro horas, pero fue pospuesta durante treinta días, por motivo de la celebración de las fiestas Delias. Sócrates, con su alegría y serenidad habituales, pasó ese tiempo conversando con sus amigos sobre algunos de los temas más importantes que podrían ocupar su mente. Platón refiere, en el diálogo titulado El Fedón, la conversación que tuvo lugar el día anterior a su muerte. Entre otras cosas, dice: «Después de la condena de Sócrates, dice Fedón, no permitimos que escapara un día sin verlo, y el día anterior a su muerte nos reunimos antes de lo habitual. Cuando llegamos a la puerta de la prisión, el carcelero nos dijo que esperáramos un poco, puesto que los Once estaban entonces dando órdenes para la muerte de Sócrates.» El esclavo que iba a dar a Sócrates el veneno, le advirtió que hablara lo menos posible, porque a veces era necesario administrar el fármaco tres o cuatro veces a los que se agitaban por la conversación.

—Que el veneno esté preparado —dijo Sócrates— como si fuera necesario suministrarlo dos o tres veces—. Luego continuó con el discurso sobre la inmortalidad del alma, mezclando en sus argumentos la inspiración del sentimiento y la poesía.

—Dejemos aquel hombre —dijo él— tener confianza en su destino, aquel que, durante el curso de la vida, ha renunciado a los placeres del cuerpo como productores del mal. El que ha buscado los placeres de la ciencia, que ha embellecido su alma, no con adornos inútiles, pero con lo que es adecuado a su naturaleza, tales como la templanza, la justicia, la fortaleza, la libertad y la verdad, debe esperar tranquilamente la hora de su partida, y estar siempre listo para el viaje, cuando quiera que el destino le llame.

—!Ay, mi querido amigo! —exclamó Critón—, ¿tienes alguna orden para mí, o para los presentes, con respecto a tus hijos o asuntos?

—Lo que siempre te he recomendado, Critón —replicó Sócrates—; cuiden de sí mismos; nada más. Al hacerlo, me van a prestar un servicio, a mi familia, y a todos los que les conocen.

Después que Sócrates se hubo bañado, sus hijos y sus parientes femeninos fueron conducidos a su presencia. Les habló durante algún tiempo, les dio instrucciones, e hizo que se retiraran. Al regresar se sentó en su cama, y habiendo apenas hablado, el oficial de los Once entró y dijo:

—Sócrates, espero no tener la misma ocasión de reprocharte como la he tenido con respecto a los demás. Tan pronto como vengo a comunicarles que tienen que beber el veneno, se enojan conmigo; pero tú, desde que llegaste, has sido paciente, calmado y ecuánime, y estoy seguro de que no estás enojado conmigo. Ahora ya sabes lo que te he dicho. ¡Adiós! Trata de aguantar con resignación lo que no se puede evitar—. Al decir estas palabras, se dio la vuelta, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.

En este momento sus amigos comenzaron a llorar y Sócrates los reprendió por su debilidad. Se bebió el veneno con calma y sin vacilación, y luego comenzó a caminar de un lado a otro, todavía conversando con sus amigos. Sus extremidades pronto se tornaron rígidas y pesadas y él se acomodó en la cama sobre su espalda. Sus últimas palabras fueron: «Critón, le debemos un gallo a Esculapio; págalo, por lo tanto, y no lo descuides». Era el año 399 A.E.C.

(Reseña biográfica basada en «SOCRATES», del libro Famous Men of Ancient Times del autor Samuel G. Goodrich, con referencias de la obra Apology, Crito, and Phaedo of Socrates, de Platón, en su versión en idioma inglés, traducción de Henry Cary).