El Fervor Religioso de Matvey

(Fragmento en el que Matvey le cuenta a dos amigos las prácticas religiosas de su pasado, intentando explicar por qué él reprende a su primo, quien tiene en su casa un Cuarto de Oración bajo su conducción).



En el Día de la Anunciación, luego que el tren del correo había sido despachado, Matvey estaba sentado en el bar de refrescos, conversando y bebiendo té con limón añadido. El mesero y Zhukov, el policía, le estaban escuchando.

—Yo era, debo contárselos —Matvey estaba diciendo—, inclinado a la religión desde mi tierna infancia. Tenía solamente doce años cuando solía leer la epístola en la iglesia, y mis progenitores estaban encantados, y cada verano acostumbraba ir en una peregrinación con mi querida mamá. Algunas veces otros chavalos estarían cantando canciones y agarrando cangrejos, mientras yo estaría junto a mi madre en todo momento. Las personas mayores me elogiaban, y por cierto, estaba complacido conmigo mismo por tener tan buen comportamiento. Y cuando mi mamá me envió con sus bendiciones a la fábrica, yo solía —entre las horas de trabajo— cantar tenor allí en nuestro coro, y nada me producía más satisfacción. No necesito decir que no bebía vodka, ni fumaba tabaco, y vivía en castidad; pero todos nosotros sabemos que tal modo de vida es desagradable para el enemigo de la humanidad, y él, el espíritu sucio, una vez trató de arruinarme y empezó a oscurecer mi mente, como lo hace ahora con mi primo.

—Antes que todo —prosiguió Matvey—, hice un voto de ayunar cada lunes, y no comer carne en cualquier día, y mientras corría el tiempo todo tipo de fantasías se me ocurrieron. Por la primera semana de Cuaresma hasta el sábado los santos padres habían ordenado una dieta de comida seca, pero no es pecado para el débil o quienes trabajan duro beber té incluso; no obstante ni una miga pasaba mi boca hasta el domingo, y en adelante, durante la Cuaresma, no me permitía ni una gota de aceite, y los miércoles y viernes no tocaba un solo bocado. Era lo mismo en los ayunos menores. Algunas veces, durante el ayuno de San Pedro, los compañeros en la fábrica tendrían sopa de pescado, mientras yo me sentaba un poco aparte y chupaba un mendrugo seco.

—Diversas personas poseen fortalezas diferentes, por supuesto —continuó—, pero puedo decir de mí mismo que no encontraba duros los días de ayuno, y, por cierto, entre más grande el fervor, lo más fácil que parece. Estás hambriento solo en los primeros días del ayuno, y luego te acostumbras; continúa haciéndose más fácil, y para el fin de una semana ya no te preocupa, y hay una sensación de adormecimiento en tus piernas como si no estuvieras en la tierra, sino en las nubes. Y además de eso yo me impongo todo tipo de penitencias; acostumbraba levantarme en la noche a rezar, agachando mi cabeza hasta tocar el suelo; solía llevar piedras pesadas de un lado a otro; ir descalzo en la nieve, e incluso, llegué a llevar cadenas también. Solo que, en tanto el tiempo pasaba, tú sabes, estaba un día confesándome con el cura y súbitamente se me ocurrió esta reflexión: «Vamos, este cura, —pensé—, está casado, come carne, fuma tabaco, ¿cómo puede él confesarme, y qué poder tiene él para absolver mis pecados si él es más pecador que yo? Yo incluso me abstengo del aceite de Cuaresma, mientras él come esturión, me atrevo a decir.»

—Fui con otro sacerdote, y éste —continuó relatando Matvey—, como por mala suerte, era un tipo gordo carnudo, en una sotana de seda; andaba como una dama, y olía también a tabaco. Fui a ayunar y a confesarme en el monasterio, y aún allí mi corazón no estaba tranquilo; me mantuve imaginando que los monjes no vivían de acuerdo con sus reglamentos. Y después de eso no pude encontrar un servicio de acuerdo a mi pensamiento: en un lugar encontraría que leían el servicio muy rápido, en otro que cantaban la oración equivocada, en un tercer lugar que el sacristán se tartamudeaba.

—Algunas veces —prosiguó Matvey— (el Señor me perdone, soy un pecador), estaría de pie en la iglesia y mi corazón palpitaría con cólera. ¿Cómo podría alguien rezar sintiéndose así? Y se me figuraba que las personas en la iglesia no se persignaban apropiadamente; a dondequiera que miraba me parecía que todos eran unos borrachos, que no cumplían con el ayuno, fumaban, llevaban vidas disolutas, y jugaban a los naipes. Yo era el único que vivía de acuerdo con los mandamientos. El espíritu astuto no se adormecía; empeoró mientras avanzaba. Renuncié al canto en el coro y dejé de acudir a la iglesia del todo, puesto que mi noción consistía en que yo era un hombre virtuoso y que la iglesia no me satisfacía debido a sus imperfecciones; eso es, por cierto, como un ángel caído, estaba inflado en mi orgullo más allá de toda creencia. Después de esto comencé mis intentos de hacer una iglesia para mí mismo. Tomé en alquiler una pequeña habitación propiedad de una mujer sorda, a una distancia considerable fuera del pueblo, cerca del cementerio, e hice un cuarto de oración como el de mi primo, solo que yo tenía candelabros grandes de iglesia, también, y un incensario real.

—En ese cuarto de oración mío —Matvey siguió contando—mantuve los reglamentos del santo Monte Athos, esto es, cada día mis maitines comenzaban a la media noche sin falta, y en la víspera del principal de los doce grandes días santos, mi servicio de medianoche duraba diez horas, y a veces, incluso doce. A los monjes les es permitido, por reglamento, sentarse durante el canto del Libro de los Salmos y la lectura de la biblia; pero yo quería ser mejor que los monjes, de modo que acostumbraba a estar de pie todo el tiempo. Solía leer y cantar despaciosamente, con lágrimas y suspiros, levantando ambas manos, y acostumbraba ir directo del culto al trabajo sin dormir; y de hecho, estaba siempre rezando en mi trabajo también. Bueno, se regó por todo el pueblo: «Matvey es un santo; Matvey cura a las personas enfermas e insensatas.» Yo nunca había sanado a nadie, por supuesto, pero todos sabemos que dondequiera que brota una herejía o falsa doctrina, no hay modo de mantener a las féminas alejadas. Son como moscas en la miel. Viejas doncellas y hembras de toda clase vinieron tras de mí, inclinando sus cabezas hasta mis pies, besándome las manos y declarando que yo era un santo y todo lo demás, y una de ellas incluso vio un halo en torno a mi testa. El cuarto de oración estaba atestado. Alquilé una habitación más grande y entonces teníamos una torre de Babel regular. El demonio me agarró por completo y bloqueó la luz a mis ojos con sus cascos sucios. Nos comportábamos como si estuviéramos frenéticos. Yo leía mientras las doncellas viejas y otras mujeres cantaban, y luego, después de estar de pie por veinticuatro horas o más, sin comer o beber, de pronto un temblor vendría sobre ellas como si estuvieran en una fiebre; después de eso, una empezaría a gritar y luego otra, ¡Era horrible! Yo también me estremecería todo, como un no creyente en una cacerola de freír, no sé por qué, y nuestras piernas comenzaban a encabritarse. En verdad es una cosa extraña: no quieres, pero te encabritas y mueves tus brazos; y después de eso, gritería y chillazón, todos bailando y corriendo uno tras otra; correr hasta caer; y de esa manera, en frenesí salvaje, caí en la fornicación.

El policía se rio, pero viendo que nadie más se reía, se puso serio y dijo:

—Eso es molokanismo. He oído que así son todos en el Cáucaso. 

—Pero yo no fui muerto por un rayo —continuó Matvey—, persignándose y moviendo sus labios frente a la imagen de un santo—. Mi difunta madre debe haber estado rezando por mí en el otro mundo. Cuando toda la gente del pueblo me miraba como a un santo, e incluso las damas y caballeros de buenas familias solían venir a mí en secreto por consolación, pasó que fui a ver al propietario, Osip Varlamitch, para pedirle perdón (era el Día del Perdón), y el trancó la puerta y quedamos solos cara a cara. Y él empezó a reprenderme, y debo decirles que Osip Varlamitch era un hombre de sesos, aunque sin educación, y todos le respetaban y le temían, porque era riguroso, temeroso de Dios en su vida, y trabajaba duro. Había sido alcalde del pueblo, y guardián de la iglesia quizás por veinte años, y había hecho muchas obras; él había recubierto con grava toda la Carretera Nueva Moscú; había pintado la iglesia y había decorado las columnas para que se vieran como malaquita. Bueno, trancó la puerta y me dijo: «He estado queriendo agarrarte por un largo tiempo, bandido. Tú piensas que eres un santo. ¡No, tú no eres un santo, sino un apóstata de Dios, un herético y un hacedor del mal…!» —Y él continuó y siguió… No puedo decirles como lo dijo, tan elocuente y acertadamente, como si todo hubiera sido escrito, tan conmovedor. Él habló por dos horas. Sus palabras penetraron en mi alma; mis ojos fueron abiertos. Yo escuchaba, ¡escuché y estallé en sollozos! «Sé un hombre ordinario —dijo él—. Come y bebe, viste y reza como todos los demás. Todo lo que está por sobre lo ordinario es del diablo. Tus cadenas —dijo— son del diablo, tu ayuno es del diablo; tu cuarto de oración es del diablo. Todo es orgullo.» —El siguiente día, lunes de Semana Santa, le plació a Dios que yo debía enfermar. Me fracturé y fui llevado al hospital. Estaba terriblemente preocupado, y lloré amargamente y temblaba. Pensé que había un camino directo para mí del hospital al infierno, y casi muero. Estuve en miseria en lecho de enfermo por seis meses, y cuando fui dado de alta, la primera cosa que hice fue confesarme, y tomé el sacramento de la manera regular y me volví un hombre otra vez. Osip Varlamitch vino a despedirme cuando salí de la habitación que me alquilaba, y me exhortó: «Recuerda, Matvey, que todo lo que está por sobre lo ordinario es del diablo. » —Y ahora yo como y bebo como cualquier otro, y rezo como los demás… Si ocurre que el sacerdote huele a tabaco o a vodka, no me aventuro a culparle, porque el cura también, por supuesto, es una persona ordinaria. Pero tan pronto se me dice que en el pueblo o en la aldea un santo se ha establecido, el cual no come por semanas, y establece sus propios reglamentos, yo sé de quién es esa obra. De modo que así es como me conduje en el pasado, caballeros. Ahora, al igual que Osip Varlamitch, estoy constantemente exhortando a mi primo y reprochándole, pero soy una voz clamando en el desierto. Dios no me ha dado el don. 
(Fragmento extraído del cuento El Asesinato, de la colección de relatos cortos El Obispo y otros cuentos, del autor ruso Antón Chejov).