La Primera Operación Quirúrgica en Guerra

Por Fidel A. Romero, Fidel «Zarco»


(Relato de cómo se realizó la primera operación quirúrgica en un campamento del Frente Sur-oriental «Francisco Sánchez» en plena guerra, con gran escases de recursos).

Ya estábamos acostumbrados
a la precaria situación que presentaba el cerro de Conchagua, hacienda Las Marías.
Había pasado ya la rabia sentida cuando por falta de criterios, Gina caía
defendiendo como una fiera acorralada las armas en el tat
ú, mientras su acompañante corría hacia el puesto de mando y su columna cumplía labores
de exploración. Murió sola, combatiendo y disparando diferentes fusiles en los extremos
del tatú, para simular que eran varios quienes combatían. Recuerdo bien la
expresión de Dimas “pata peluda” quien me lleva la nueva: “¡Nos mataron a
Gina, y lo más perro es que nadie la acompañó!” “Se corrió el que estaba
con ella…¡Vale verga!” “No hay que dejar que eso pase otra vez”.  Juan brigadista dijo: “Al final cuando triunfemos,
yo me encargo de señalar este lugar donde queda esta compa, por estos árboles,
rumbo a las piedras de la cueva del hospital”.  Aquellas palabras fueron las últimas sobre
ella y todos en silencio prometiéndonos evitar que se repitiera dejar un compa
solo cuidando una línea de fuego.


Gina, a quien
había conocido un año antes en la estructura médica de la organización, era una
estudiante de la facultad de medicina, de las más aventajadas de su curso; de
tez morena, mirada altiva y ojos color de miel; pelo negro y corto; pequeña de
estatura;  joven de unos 24 años. Algunas
veces la había visitado en su casa en San Salvador, pasando por ella para
viajar al frente en el oriente del país. 
Estudiante aventajada y madre de una niña de unos 2 años y medio, en
enero de 1981.  Con una gran disposición
al servicio, sociable y amigable; pero sobre todo con una gran disposición a
entregar lo mejor de ella para hacer avanzar el proceso revolucionario.

No sé exactamente
cuántos días habían pasado, pero sí recuerdo que nos mortereaban y la fuerza
aérea lanzaba sus bombas casi a diario; teníamos unas cuevas en las cercanías
de unas peñas enormes, próximas al casco de la hacienda Las Marías.  En esas cuevas ya teníamos varios heridos
graves de los cuales había que estar bien pendientes, no sólo de curarles, sino
también de su evolución,  valuando su
recuperación para enviarlos a un lugar más estable.

Hay un
mensaje, Doctor 
me dice Chicón que está relacionado contigo”.  “¡Un herido grave en El Salamo, Jucuarán,
que debe ser visto por un médico
!—. 

¿Y Norberto con El Pelícano que
quedaron allá cuando salimos
?— le pregunto, ya pensando que algo
desagradable había pasado con esos dos estudiantes de la facultad de medicina
al igual que Gina. Hasta cierto punto sentía mayor compromiso con ellos por
haber entrado juntos al Frente Sur, a principios de enero de ese año 81.  “
Ellos fueron capturados en el último
operativo que hizo el enemigo
”, me responde Chicón, que era el jefe de la
fuerza acantonada en el Cerro.  Bien,
pienso para mí mismo, al parecer nos costarán muchas vidas aprender este
negocio del arte de la guerra, con la carestía de personal cualificado que
tenemos, y en pocas semanas perdemos 3 valiosos estudiantes de medicina que
tenían mucho que dar… solamente pensaba qué hacer si me tocaba estar cercado, y
se agigantaba la acción de Gina, quien dejó de disparar hasta que le entró un
plomo por la parte occipital de su cuello, saliéndole por delante, descerebrándola.

Chicón ya tenía
arreglado el traslado. Ambos vestidos de civil (aún conservaba mi cédula), nos
condujimos en un carro hasta San Miguel. 
Por el camino me instruyó sobre la leyenda a decir en caso nos
detuviera algún retén de los que abundaban por allí, y para entrar en confianza,
me muestra una fotografía de una muchacha joven y dice: “Mirá, esta es mi
esposa, ¡es María la Guadalupe!”


Antes de entrar a
San Miguel, me pide que me acueste en el asiento como medida de seguridad para
conservar la casa de seguridad de donde nos separaríamos y cada quien a lo
suyo.  Igual fue cuando momentos después
me llevaron a otra casa, en la cual Maritza me recogería para darme un guía y
entrar a El Salamo lo antes posible.

Esa misma tarde,
con bastante alegría, miraba que estaba pasando el Río Grande y caminando hacia
la Poza Azul.  En mi mente habían muchas
interrogantes y en todas veía una gran improvisación: ¿Cómo es posible que no
haya más personal médico? ¿Quién será el compa herido y qué tipo de atención
necesita?… me tranquilizaba el hecho que habían pasado ya dos días y que no
había noticias de que estuviera muerto aún.


Todos en el
campamento de El Salamo me saludaban con mucha alegría diciéndome “¡Qué
bueno que llegó rápido!”  “¡Lo
están esperando en la clínica!”  Como
ya conocía el lugar, me voy directo a la casita donde habíamos fundado la
clínica, en un punto céntrico de los campamentos, con buena cobertura, y observo
en la parte que no tenía pared una cama de pitas cubierta con un petate roto donde
estaba un compa herido que se quejaba y prácticamente no hablaba. Le veo sus
grandes ojos y una expresión de moribundo; su cara medio sudorosa y verdosa… “¡Me
jodieron!”, me dijo. Los brigadistas ya me habían informado que no
caminaba, no sentía una pierna y no había orinado desde hacía dos días.  Era Carlos, quien había sido traído por su
mamá a la casa de mis papás cuando tenía días de nacido, y lo había dejado
definitivamente con nosotros cuando tenía 5 años, creciendo en la familia como
un miembro más. Era mi hermano menor que me había seguido, presionándome para
que aceptara su incorporación diciéndome: “Tengo contacto con las F’s si no
querés llevarme”.

El estado en que
se encontraba no daba para pensar demasiado. Era evidente que tenía problemas cardiorrespiratorios
agudos, instalado el cuadro en forma insidiosa después de la lesión de bala; su
rostro azuloso o cianótico evidenciaba falta de oxígeno y acumulación de bióxido
de carbono.  No había tiempo que perder y
había que actuar rápido. “Ayúdenme a sentarlo en esta silla”, les digo a
un par de brigadistas que me miraban con bastante esperanza de que se
solventaría el caso. No sabían que estábamos al frente de la mayor limitación
en esas circunstancias: no teníamos el material para esa intervención de
cirugía mayor: Hemo-toracosentesis se llama. 
No agujas, no cánulas , no tubos , no válvulas de 3 vías, no campos, etc.;
pero había que hacer algo y lo primero era realizar el examen físico y
determinar el nivel de sangre; su corazón estaba un poco desplazado con su
mediastino lo más seguro que torcido.

Saco mi
estetoscopio, que ayudado con la percusión y rascado, confirmaron la sospecha
del hemotórax postraumático por bala…Mientras termino el examen físico, se
solicita esterilizar algún mínimo material como pinzas, tijeras, descartable de
suero, hilo de papalota, además buscar unas botellas que servirían para
improvisar artesanalmente un sello de alta presión y evitar el colapso pulmonar
por acción de la gravedad , o sea, lo indispensable para realizar el
procedimiento de una hemo-toracocentesis con tubo, usando un descartable sin
agujas de un Kalisal B.

“Carlos, la
situación es de urgencia y es necesario sacarte esa sangre colectada en la
pleura del pulmón; te lo está comprimiendo evitando la oxigenación, acumulando
el bióxido de carbono, dándote esa sensación de ahogo que tienes; no estoy
seguro si el sangramiento interno provocado por la bala ya haya cesado, espero
que así sea.  El otro problema es que
tenemos que improvisar el material a ocupar, ya se está preparando; tenemos que
introducirte a presión con una pinza una guía de suero entremedio de las
costillas hasta alcanzar la sangre colectada; pueda que duela bastante, pero te
aseguro que en media hora te sentirás mejor”.

Trataba de
simplificar lo más posible mi explicación informándole todo lo que era
necesario.  Había visto hacer ese
procedimiento en el Hospital Rosales a uno de los residentes de cirugía que le
decían “el Candado”, pero con el equipo necesario. Sentía una gran presión no
solo por las limitaciones materiales, experiencia en ese tipo de cirugía, sino
que también por tratarse de a quien consideraba mi hermano menor.

“¡Entrale
Fidel, y que se haga lo que Dios quiera!”, me dice Carlos. Ya sentado al revés  en posición erecta sobre el espaldar de una
vieja silla, haciéndole la mejor limpieza posible del área elegida,  el séptimo espacio intercostal (no recuerdo
si fue el derecho o izquierdo), posterior a la línea media axilar, inyecto
subcutáneo 1 cc  de anestésico local,
teniendo 3 botes a medio llenar de agua limpia, conectados por guías de suero,
ayudado por un brigadista , le hago una pequeña incisión con bisturí, prensando
con una pinza el descartable que previamente le había abierto varios agujeros a
lo largo de 10 cms., y empieza lo duro de hacer pasar esa sonda sin tocar el
paquete vásculo nervioso que pasa inmediato inferior de cada costilla. Escuchaba
las respiraciones gruesas de muestra del dolor pero seguía empujando hasta que
se sintió que penetró saliendo abundante sangre por la guía, coloreando de inmediato
el agua del primer bote. “Ya está Carlos, sólo es de esperar un momento y te
sentirás mejor…” 
Se comentaba en
todas las estructuras que estaban cerca del tanque de El Salamo que en la
clínica le habían sacado 3 litros de sangre al compa herido, a través de una
guía que le metieron en la espalda por las costillas.





Consciente de
haber hecho ya todo con Carlos, a quien se le puso otra botella con un pedazo
de guía de suero que la soplara lo más posible para iniciar la rehabilitación
del parénquima pulmonar comprimido, hice una notita para el Chele Gonzalo que
fungía como jefe del frente en donde le expresaba la necesidad urgente de una
interconsulta con el médico de Morazán. 
Sabía que mientras me trasladaban para el suroriente en diciembre de 1980,
otro personal entraba, y entre ellos venían algunos médicos con alguna
experiencia como Eduardo, un mejicano que era cirujano.

“¿Como está el
compa?», me pregunta Gonzalo al entrar a la clínica, no sé si motivado por
el correo enviado pidiendo hablar por radio en la interconsulta o por la
curiosidad de ver las botellas llenas de sangre. Gonzalo, originario del volcán
Chaparrastique, joven, blanco de piel, delgado, con un sombrero y vestido como
cualesquier compa del campamento, meneaba continuamente sus parpados, como
queriendo humedecer sus ojos que los dirige hacia los sellos de agua donde se
mezclaba la sangre en ese momento en forma lenta en el tercer bote.  Retirándonos un poco de la cama de Carlos
para evitar nos escuchara, le informo sobre lo 
hecho y mi apreciación.  “Ya se
le hizo todo lo que dependía de mí. Se le ha descompresionado el pulmón y está
en franca mejoría; pero tiene más de 48 horas que no orina; una pierna no la
siente y no la mueve; está bien débil; tiene la bala alojada en alguna parte presionándole
la médula espinal. Es necesario que orine y no tenemos equipo para sacarle la
orina y…” De inmediato me interrumpe diciéndome: “¿Qué se puede hacer?”  “Bueno primero, es necesario hablar con el
médico de Morazán y segundo preparar condiciones para sacarlo a San Salvador
para que lo evalúe un Neurocirujano…” “¡Gonzalo!”, le llama la radista
que nos interrumpe diciendo “dicen que el hermano en Morazán ya está listo”
“Ah, ¡qué vergón!”, le dice. “¡Qué bueno!” “Vamos,
Fidel, para que hables con ese medico, mientras yo arreglo lo otro con San
Salvador para su traslado lo antes posible”.

Conversación con mi antiguo
maestro en la emergencia del Hospital Rosales: Tte. cnel. y Dr. Ricardo Bruno Navarrete

“1,2,3,4…probando,
¿me escucha?”. Era la primera vez que hablaba por radio, un micrófono negro
de un radio naranja de onda larga; la radista me había explicado que para
hablar apretara la perilla y para escuchar respuesta la soltara. “Bueno, sí
le escucho”, me contesta, ¿y, cual es la situación?… “La
situación es que un joven traumatizado de bala, practicada una hemo-toracocentesis
con un descartable después de 48 horas, insensible en el miembro, no camina, no
micción, que después de la evacuación de 1.5 litros de sangre ha mejorado su
estado hemodinámica y respiratoria; ya inició rehabilitación respiratoria
soplando con una sonda, etc.” “¡Entendido!”, me responde el Dr.
Ricardo Bruno Navarrete. Al escucharlo reconozco su voz. Fue mi profesor en
medicina interna en la Unidad de Emergencia del Hospital Rosales años atrás, y
ahora me sorprendía porque estaba en nuestro lado.

“Bueno, todo
lo hecho está magnífico. Tiene una irritación medular por compresión que la
provoca la bala y es necesario evacuar vejiga con sonda, y si no la tiene,
entonces con punción suprapúbica hasta vaciarla; pero antes póngale compresas
de agua helada para estimular su reflejo; es posible que después de un par de
horas orine por sí mismo; manténgame informado”. “¡Entendido!”, le
contesto, “Bueno, entonces ¡cambio y fuera!”.

Fue de alivio de
presión el haber hablado con Bruno Navarrete. Estaba seguro que su asesoría
serviría para resolver el globo vesical de Carlos. De inmediato recorro los 150
metros que nos separaban del puesto de mando de Gonzalo con la clínica, para
iniciar con las compresas de agua helada. Ni siquiera quería pensar en las
otras opciones; no había equipo para hacerlo. 
“¡Ya estuvo, Carlos!” “Hablé con uno de mis antiguos
profesores del hospital y me ha dado orientaciones para resolver lo de la
orina, hay que estimular tu vejiga con compresas de agua helada hasta que
orines…” Carlos abre más de la cuenta sus grandes ojos negros y me dice, “Ustedes
saben lo que hacen y espero en Dios que todo salga bien”.

Después de dos
horas de compresas, Carlos se sienta y me dice que quiere orinar, y se le
alcanza un bote para que desocupe su vejiga.