Leer y Escribir

Por
Alberto Masferrer




Enseñar a
leer y escribir es, a mi juicio, una de las necesidades más urgentes de las
nuestras, y un trabajo que daría ocupación noble y grata a los muchos que entre
nosotros no saben qué empleo dar a sus fuerzas. En efecto, es sabido que en
nuestro país gente de generosas intenciones, rica o instruida, no sabe qué
hacer con su dinero ni con sus luces; vive una vida llena de tedio, roída por
el ocio, esterilizada por el pesimismo, ¿Qué pueden hacer? La política y las discusiones
religiosas no tienen incentivo por mucho tiempo. ¿Las ciencias? Ni su estudio
ni su difusión están organizados de manera que puedan ocupar sino a unos pocos,
y sólo de aquellos que tienen vocación muy marcada. ¿El arte? Fuera de hacer
versos llorones o eróticos, todavía no se nos ha revelado en ninguna de las
manifestaciones que alcanza en las sociedades adelantadas. Queda la beneficencia,
de la cual apenas conocemos las formas más rudimentarias: dar limosna y visitar
a los enfermos; formas que son insuficientes, por supuesto, porque las
necesidades son mucho más amplias; porque el dolor y la miseria humanos no se
vencen con solo pan y medicinas, sino que hay que curarlos en infinitas formas.

Si
venimos a ver lo que pasa, por ejemplo, en una ciudad de Bélgica en materia de beneficencia,
hallaremos cosas que nunca hemos soñado. A más del Asilo de Huérfanos, del
Instituto de Sordomudos, del Hospital, del Asilo de Ancianos, de la Sala Cuna,
del Asilo de Noche, del Bocado de Pan, de la Gota de Leche, del Sanatorio de
Tuberculosos, encontraremos, por ejemplo en Amberes, cantinas maternales que
alimentan a las mujeres encinta, gratuitamente, dos meses antes y uno después
del alumbramiento, a fin de que el niño nazca y crezca robusto y sano; la Sopa
Escolar, que mantiene llenas las escuelas, pues los niños de la gente más pobre
son los más interesados en llegar a ellas; el Kindergarten, donde millares de
niños de sirvientes y obreros pasan el día y toman un excelente almuerzo,
mientras las madres van a su trabajo; colonias escolares, donde cada año van
centenares de muchachos débiles y enfermizos, a reponerse con aire puro y buena
comida; el Monte de Piedad, que da dinero al 8% anual, y que guarda las prendas
veintiséis meses para que los dueños las recojan; y cuando las vende, guarda el
sobrante íntegro de la venta seis meses, para que lo reclamen aquéllos; la Obra
de Vestuario Escolar, que viste año por año a millares de niños pobrecitos, a
fin de que no dejen de asistir a la escuela; la colecta de Le Matín que sube de
diez mil francos anuales, y que se emplea en comprar vestidos y zapatos a los
niños que salen convalecientes de los hospitales, a fin de que no recaigan
enfermos a causa de la desnudez. La Sociedad Protectora de los Niños Mártires,
que los defiende, los recoge y los educa. La Liga Social de Compradores,
formada de las personas más ricas y encumbradas, que trabajan porque a los
obreros y empleados de cada oficio se les pague un buen salario y se les dé el
necesario descanso; la Sociedad para la Protección de Niños Anormales, que los
educa en escuelas especiales y les enseña un oficio; la Casa del Trabajo, que
proporciona inmediatamente ocupación al que la solicita, a fin de que no se vea
obligado a pedir limosna; los puestos de socorro en diversos puntos de la
ciudad, para auxiliar a los heridos, golpeados, etc., etc., mientras llega el
médico o se les lleva a un hospital; la Escuela Desmontable, que se arma como
un circo y se lleva a los lugares más apartados de los centros educativos,
durante algunos meses, a fin de que los niños de tales barrios puedan recibir instrucción;
la Sociedad Protectora de las Jóvenes, que vigila a las muchachas que van del
campo a la ciudad en busca de trabajo, las recibe en la estación, las instala,
les busca empleo y las guarda de la seducción, y especialmente de los que
ejercen la trata de blancas; los calentadores públicos, donde en el invierno
los pobres encuentran calor, un vaso de vino y un trozo de pan; las sociedades
protectoras de los marineros, de inmigrantes sin trabajo, de extranjeros
desvalidos; los cursos gratuitos en la Universidad Popular; en fin cuanto pueda
imaginarse para llenar las necesidades más variadas; y todo eso, con dinero de
los particulares más bien que del gobierno o del municipio. Estos ayudan con
algo a las asociaciones que más lo necesiten; pero la gran parte del trabajo y
del dinero que se gasta en esas obras, viene de la colaboración voluntaria,
constante, gustosa, de millares de ciudadanos. Estos se entusiasman, se
enamoran de sus sociedades, y la obra realizada en común viene a ser un ideal,
un vínculo que les une. un motivo para vivir y amar la vida.

Entretanto,
ya se hizo entre nosotros refrán aquello de que en Centroamérica, el único
ideal por qué se puede luchar y morir es la causa unionista. Si es así, ¡ay de
nosotros porque nación tan desdichada, donde los múltiples y grandes intereses
humanos conmueven a nadie; donde el trabajo, la educación, la salud, la fuerza,
todas las manifestaciones y necesidades de la vida son vistas como
insignificantes; naciones tan infelices, digo, no tienen más porvenir que un próximo
desaparecimiento!

Porque ahí
donde el egoísmo es la regla, el aislamiento el método y el pesimismo el alma,
la muerte ha de venir, inexorable, y no se alcanzaría a evitar con todos los
gritos, protestas y discursos del universo.

Pero no
estamos tan enfermos como parece, ni el egoísmo es allá orgánico. Hay un error
de orientación y nada más. Las generaciones actuales, creadas en la antigua
superstición de que el gobierno es Dios, y la política el trabajo útil y noble
por excelencia; mal informadas sobre cómo se lucha y se progresa en los pueblos
cultos; ignorantes de lo que puede la asociación, porque todavía no conocen los
verdaderos
métodos para el trabajo en común, y porque las tiranías no han
dejado desarrollarse el espíritu y la costumbre de la sociabilidad; y para
decirlo de una vez, engañadas casi siempre, o mal conducidas por mentores que
no perseguían fines desinteresados o no tenían la preparación suficiente para
conducirlas, se están ahí, inertes, descorazonadas, viendo llegar un peligro
que juzgan inminente, en vez de ponerse a la obra de hacer un pueblo que
responda a las exigencias de la vida contemporánea. No es corazón e
inteligencia lo que nos falta, no es capacidad de trabajo o de sacrificio, sino
método, orientación, sistema. Nosotros podemos, debemos hacer lo que han
hecho los pueblos del norte de Europa, lo que hace Chile, lo que ha hecho
Estados Unidos, lo que han comenzado Italia y España: formar un pueblo de
cultura homogénea, con aspiraciones comunes; forjar una nación en que los
vínculos únicos no sean los recuerdos, la raza y el clima, sino la vida
espiritual, el designio sistematizado de elevarse por el esfuerzo de todos
para todos.

Y en este
camino, entiendo que lo primero que hemos de hacer es extirpar el
analfabetismo; no fundar perezosamente hoy aquí, mañana por allá, una pobre
escuela que da míseros frutos, sino enseñar a leer y escribir a todos, hasta
los ciegos y sordomudos, a fin de ponerles en actitud de recibir la luz, de
adquirir ideas, de comprender y de actuar.