Lo que Debe Saber un Obrero

En respuesta a una pregunta formulada por el Sr. don José Mejía, quien era un modesto obrero, Alberto Masferrer le contestó escribiendo un pequeño libro (o folleto) que después fue publicado bajo el título ¿Qué Debemos Saber? Cartas a un obrero. Aquí se reproduce la nota de respuesta a dicha pregunta que —aunque fue escrita hace muchas décadas— tiene validez en la actualidad, y lo más importante quizás sea el hecho que nos muestra la desarrollada sensibilidad social del maestro y pensador salvadoreño.

Sr. don José Mejía, me pregunta usted:

«¿Qué debe saber un obrero para ser instruido?»

Definiré ante todo algunas palabras, para que ambos estemos colocados en un mismo punto de vista.

Obrero es la persona que gana su vida ejerciendo un oficio manual, por ejemplo: un carpintero, una costurera, un herrero, un sastre, un zapatero.

Saber es poseer el conocimiento pleno de una cosa; de tal manera que puede ponerse en práctica en todo lo que tenga de practicable. En este sentido se dice que saber es poder, y también, que saber es hacer.

Instruido es el hombre que posee conocimientos científicos, extensos y sólidos.

¿Qué debe saber un obrero para ser instruido?

Convengamos desde luego, en que, por ser obrero, por ganarse la vida ejerciendo un oficio manual, no se destruye ni se adultera la naturaleza mental del hombre. Los poderes mentales de un obrero son, sustancialmente, los mismos que los de un artista o de un hombre de ciencia. Si la mayoría de los obreros aparecen como hombres de ruda inteligencia, es porque gastan en el trabajo manual la mayor parte de su tiempo y de sus fuerzas; porque no ejercitan o ejercitan muy poco sus fuerzas mentales. Si en vez de trabajar así como lo hacen, ejercitaran simultánea y proporcionadamente sus facultades físicas, intelectuales y estéticas, los más de entre ellos alcanzarían una mentalidad tan vigorosa como la de los más ilustrados intelectuales.

Digo, por lo menos, porque, en realidad, los hombres que han sido educados por ese sistema, y continúan viviendo según el mismo, son más inteligentes, más capaces de sentir la belleza que los que se especializan en una sola clase de trabajo.

Esta forma de educación y de vida es la que llaman los anarquistas educación integral, vida integral, y según ellos, así vivirán todos los hombres en una sociedad bien integrada: trabajando con las manos y con el cerebro.

Deteniéndose a meditar en lo que antecede, se advierte que hacen una labor inútil los que se interesan por los obreros, si ante todo no se esfuerzan en volverles a su condición normal de trabajadores intelectuales y manuales; lo cual no es posible si no se les deja tiempo suficiente para instruirse.

Convengamos, en segundo lugar, en que tampoco se destruye ni se adultera la naturaleza moral del hombre, por el hecho de ser obrero: en otros términos, en nada se rebaja un hombre porque gane su vida con el trabajo de sus manos.

Así es que el derecho de los obreros, como clase social, a intervenir en el manejo de la comunidad, no puede ser discutido. No forman una clase inferior; no son una masa, un gremio condenado siempre a tutela, a ser gobernado eternamente por los intelectuales.

Aunque en teoría nadie sostiene lo contrario, no es lo mismo en la práctica, pues no solamente la autoridad y los privilegiados de las otras clases sociales manifiestan a menudo con sus actos su menosprecio por los obreros, sino que éstos mismos demuestran en muchas ocasiones, que se sienten inferiores, acudiendo hasta para las cosas más triviales y fáciles, al consejo y a la resolución de un abogado, de un médico, de un periodista, de cualquier intelectual.

A fuerza de oírse llamar y de verse tratar como inferiores, han llegado a creerse tales, y tan penetrante ha sido el efecto de esta sugestión en muchos de ellos, que se escandalizan y enojan cuando alguno intenta demostrarles que valen tanto como los señores. Hablo así, refiriéndome especialmente a los obreros salvadoreños, en quienes está muy arraigado ese sentimiento de impotencia.

Afirmo, pues, que los trabajadores manuales (obreros o campesinos) tienen el mismo derecho que los llamados intelectuales a adquirir una instrucción extensa y sólida, y que su capacidad mental es sobradamente intensa para adquirirla, siempre que la ejerciten en condiciones adecuadas. Que el obrero manual se encuentre bien alimentado, habitando una casa cómoda y sana, bien abrigado y con cuatro o cinco horas libres cada día para entregarse al estudio, y le veremos elevarse a la altura de los más vigorosos intelectuales.

Este fenómeno, de que no conozco en este país ningún caso, presenta ya numerosos ejemplos en Europa y no pocos en Sudamérica. Yo mismo traté en Chile a varios obreros que, sin abandonar su oficio, han adquirido un caudal de conocimientos mayor que el de varios de nuestros literatos y profesores.

Uno de esos trabajadores, un joven impresor de Santiago, me inició en el estudio de las obras de Elíseo Reclús. Un carpintero, Ignacio Mora, a quien usted conoció aquí hace algunos meses, me puso en las manos las primeras obras de Spencer. Otro carpintero, Clodomiro Maturana, muy versado en Higiene, me hizo conocer a Eduard Cárpenter, original y profundo pensador inglés. Luis Olea, pintor decorador, escribe sentidos versos, prosa clara y juiciosa, y piensa con raro acierto en sociología, moral y estética. José María Pizarro, zapatero de Valparaíso, es hombre de extensas y meditadas lecturas.

Puedo asegurar que si usted oye hablar a cualquiera de estos señores, o a otros cuyos nombres no recuerdo, y no le han dicho antes quiénes son, usted les tomará por literatos o profesores. No son más que obreros manuales, que esforzadamente roban tiempo a sus quehaceres para dedicarse al estudio, y que gastan en libros cuanto pueden ahorrar.

Todos ellos, si lo quisieran, entrarían en otra clase de vida, dejando enteramente su oficio; pero aman el trabajo manual, y opinan que un hombre completo debe trabajar con el cerebro y con las manos.

Tome usted nota de que se trata de obreros colocados en condiciones ordinarias: ninguno de ellos es jefe de taller, ninguno de ellos es rico; son, simplemente, obreros que saben bien su oficio, que ganan regulares salarios, y que se esfuerzan por instruirse.

Si en condiciones tan desventajosas pueden los obreros cultivar su inteligencia con tal éxito, ya puede suponerse lo que harían encontrándose con las ventajas de una buena alimentación, casa higiénica, vestido adecuado, y tiempo libre suficiente para dedicar al estudio.

Había olvidado que Juan Grave, pensador francés de excepcionales dotes y autor de obras ya célebres, es zapatero e impresor, y –para hacer una ligera excursión al pasado– que San Pablo, uno de los hombres más grandes que han existido, al decir de Renán, no quiso jamás dejar su oficio de tapicero, con el cual ganaba su vida durante sus largas peregrinaciones.

Aceptado que la condición de obrero no es esencial ni principal en el hombre, sino accidental y subordinada (pues consiste simplemente en una de tantas maneras de ganarse la vida), la pregunta ¿qué debe saber un obrero para ser insfruído? ya no tiene razón de ser, y debe sustituirse por esta otra:

¿Qué debe saber un hombre para ser instruido?

He aquí la cuestión en su verdadero terreno.

Alberto Masferrer


(Tomado de ¿Qué debemos saber? Cartas a un obrero, segunda edición, 1947).