La Novela Policíaca Según Yo



Parte I


 En el remoto pueblo donde crecí, ubicado en una pequeña y anómala
meseta desprendida de cualquier cordillera en el centro-oriente del
país, no había en aquel tiempo biblioteca, ni librería, ni siquiera casa
comunal. De seguro habitaban allí algunos señorones acomodados que
probablemente poseían alguna que otra pequeña colección de libros.

 En la casa en la que me criaron hasta cierta edad habían algunos
materiales de lectura que también podían encontrarse en otras viviendas,
tales como la Biblia, el Almanaque Bristol y alguna enciclopedia; pero
del mismo modo poseíamos algunos que ―lo más seguro― nadie tenía allí,
como por ejemplo, El Libro de San Cipriano, los poemas épicos griegos, las Rimas y leyendas
de Gustavo Adolfo Bécker, poesía y prosa de Rubén Darío, Obras Completas de Francisco Gavidia, alguna novela de Blasco Ibáñez, alguna
otra de Pérez Galdós, y las más conocidas de la narrativa
latinoamericana.

 Era un villorrio habitado casi exclusivamente por jornaleros,
campesinos y agricultores, teniendo en cuenta que estos tres tipos son
muy diferentes, aunque alguno bien pueda dedicarse a la actividad del
otro. La inmensa mayoría de las mujeres se desempeñaban en los oficios
domésticos de la casa. Allí no había ni un tan solo doctor ni abogado,
ni mucho menos ingeniero o arquitecto. Sí vivían allí algunas dos
profesoras, tres maestros de primaria, un contador de libros, un mago
curandero, dos enfermeras graduadas y mi abuelo que era idóneo de
farmacia. Las personas más importantes del pueblo eran el alcalde, el
juez, el secretario municipal, el cura párroco y un espigado delantero
del equipo de fútbol que jugaba descalzo y a quien apodaban Leonel
Guarizama.

 La mayoría de la gente allí no habían cursado más allá del tercer
grado y muchos eran analfabetas, aunque ya habían dos escuelas que
brindaban educación hasta el sexto grado. Esto explicaría la carencia de
libros en las casas de las familias de aquel idílico pueblo, donde lo
que más se leía por aquellos que sabían hacerlo era el periódico
matutino y los panfletos propagandísticos de los partidos políticos en
campaña electoral permanente.

 Por eso hoy me resulta extraño y sorprendente que a la casa de mis
padres hizo su aparición, junto con los pasquines de súper héroes
fantásticos, el género de la novela de vaqueros o novela del oeste en
numerosos ejemplares, que arrancaron mis ojos cansinos de las páginas
lacrimosas de María de Jorge Isaacs y los trasladaron
ávidamente a las suyas llenas de acción, romance y conflictividad. Tal
vez el deleite en estas lecturas se desprendía del hecho mismo de vivir
en un ambiente rural, de más carretas que automotores y en donde los
jinetes armados eran una vista cotidiana.

 Sin haber visto nunca una película basada en este género, mi infantil
imaginación ya vagaba por un pueblucho cuasi abandonado, de calles
polvorientas y sin parque, al que arribaba un flacucho pistolero,
montado en un brioso caballo, fumando su cigarro que él mismo había
enrollado y encendido usando la yesca adherida al borde de la suela de
una de sus botas donde frotaba el fósforo de palo. Esta literatura
barata, que estaba ambientada en un pasado lejano del oeste de Estados
Unidos, resultaba cautivadora en aquel medio rural, porque muchos de sus
elementos componentes formaban parte de la realidad cotidiana local:
disputas por límites de terrenos, robos de ganado, imperio de la ley del
más fuerte.

 Pero más sorprendente aún resultó en aquella casa de paredes blancas y
persianas de madera la llegada de un libro de aventuras de un famoso
detective, como regalo de una maestra que desde la ciudad capital había
venido a visitar a mis padres. Es cierto que ya antes había leído sobre
hechos criminales (hojeaba los periódicos diariamente), ya había leído y
me había deleitado con Zadig, o me había consternado con el
relato bíblico sobre el asesinato de Abel por parte de su hermano Caín;
pero las peripecias y sagacidades de una investigación metódica de
detección eran totalmente nuevas para mí.

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