Prometeo, el Amigo de la Humanidad

Prometeo siendo atacado por el águila

 
Muchos, muchos siglos atrás, vivían dos hermanos, Prometeo o
Premeditación, y Epimeteo o Posmeditación. Eran los hijos de esos Titanes que
habían luchado contra Zeus y habían sido enviados encadenados a la gran prisión
del inframundo, pero por alguna razón habían escapado del castigo.


A Prometeo,
sin embargo, no le importaba la vida ociosa entre los dioses en el Monte
Olimpo. En cambio, él prefería pasar su tiempo en la tierra, ayudando a los
humanos a encontrar formas de vida más fáciles y mejores. Porque los hijos de
la tierra no eran felices como lo habían sido en los días dorados cuando
gobernaba Saturno. De hecho, eran muy pobres, infelices y pasaban frío; sin
fuego, sin comida, y sin más refugio que miserables cuevas.

«Con
el fuego al menos podrían calentar sus cuerpos y cocinar sus alimentos»,
pensaba Prometeo, «y más tarde podrían hacer herramientas y construir
casas para sí mismos y disfrutar de algunas de las comodidades de los
dioses».

Así que
Prometeo acudió ante Zeus y pidió que se le permitiera llevar fuego a la tierra.
Pero el padre de los dioses del Olimpo sacudió la cabeza con ira.

 —¡Fuego,
de hecho! —exclamó—. Si los humanos tuvieran fuego, pronto serían tan
fuertes y sabios como nosotros que moramos en el Olimpo. Nunca daré mi
consentimiento
—.  Prometeo no
respondió, pero no renunció a su idea de ayudar a los humanos. «Hay que
encontrar otro camino», pensó.

Entonces,
un día, mientras caminaba entre algunos juncos, rompió uno, y viendo que su
tallo hueco estaba lleno de una suave y seca médula, exclamó:

—¡Al
fin! En esto puedo llevar fuego, y los hijos de la humanidad tendrán el gran
don a pesar de Zeus.

Inmediatamente,
tomando un largo tallo en sus manos, se dirigió a la morada del sol en el
lejano oriente. Llegó allí a primera hora de la mañana, justo cuando el
carruaje de Apolo estaba a punto de comenzar su viaje por el cielo. Encendió su
caña, se apresuró de regreso, guardando cuidadosamente la preciosa chispa que
estaba escondida en el tallo hueco.

Entonces
les mostró a los humanos cómo construir hogueras para ellos mismos, y no pasó
mucho tiempo antes de que comenzaran a hacer todas las cosas maravillosas que
Prometeo había soñado. Aprendieron a cocinar y a domesticar animales; a
cultivar los campos; a extraer metales preciosos y fundirlos en herramientas y
armas. Y salieron de sus oscuras y sombrías cuevas y construyeron para sí
hermosas casas de madera y piedra. Y en lugar de estar tristes e infelices
comenzaron a reír y cantar. «
He aquí, la Edad de Oro ha vuelto»,
dijeron.

Pero Zeus no estaba tan contento. Vio que los humanos ganaban cada día más poder,
y esa misma prosperidad lo enfurecía.

—¡Ese
joven Titán l
o castigaré! —gritó cuando oyó lo que Prometeo había hecho—.  Pero antes
de castigar a Prometeo, decidió fastidiar a los hijos de los hombres. Así que
le dio un poco de barro a su herrero, Vulcano, y le dijo que lo moldeara en
forma de mujer. Cuando el trabajo estuvo completado lo llevó al Olimpo.

Zeus llamó a los otros dioses, pidiéndoles que le dieran a la figura cada uno un
regalo. Uno le concedió belleza; otro, amabilidad; otro, habilidad; otro,
curiosidad; y así, sucesivamente. Zeus mismo le dio el don de la vida, y la
llamaron Pandora, que significa «todo—dotado«.

Entonces
Mercurio, el mensajero de los dioses, tomó a Pandora y la condujo por el lado
de la montaña hasta el lugar donde vivían Prometeo y su hermano.

—Epimeteo,
aquí está una mujer hermosa que Zeus ha enviado para ser tu esposa —dijo.  
Epimeteo
estaba encantado y pronto amó a Pandora muy profundamente, por su belleza y su
bondad.  Ahora,
Pandora había traído con ella como regalo de Zeus un cajita de oro. Atena
le había advertido que no abriera nunca la caja, pero no pudo evitar
preguntarse y preguntarse qué contenía. Tal vez tenía bellas joyas. ¿Por qué
deberían desperdiciarse?

Por fin no
pudo contener más su curiosidad. Abrió la caja un poco para echar un vistazo
dentro. Inmediatamente hubo un ruido de murmullo, un zumbido, y antes de que
pudiera cerrar la tapa diez mil criaturas feas habían salido. Eran enfermedades
y problemas, y muy contentos de ser liberados.  
Por toda la
tierra volaban, entrando en cada hogar, y llevando tristeza y aflicción
dondequiera que fueran.

¡Cómo debió Zeus haberse reído cuando vio el resultado de la curiosidad de
Pandora!

Poco
después, el dios decidió que era el momento de castigar a Prometeo. Llamó a
Poder y Fuerza y les ordenó que se apoderaran del Titán y lo llevaran a la cúspide más alta de las montañas del Cáucaso. Entonces envió a Vulcano para atarlo con
cadenas de hierro, ciñendo los brazos y los pies a las rocas. Vulcano se
apiadaba de Prometeo, pero no se atrevió a desobedecer.

Así que el
amigo de la humanidad yacía, atado miserablemente, desnudo ante los vientos,
mientras las tormentas lo azotaban y un águila le arrancaba el hígado con sus
crueles garras. Pero Prometeo no soltó un gemido a pesar de todos sus
sufrimientos. Año tras año estaba en agonía, y sin embargo, no se quejaba, no
pedía misericordia o se arrepentía de lo que había hecho. Los humanos lo
sentían, pero no podían hacer nada.

Entonces,
un día, una hermosa vaca blanca pasó por encima de la montaña, y se detuvo a mirar
a Prometeo con ojos tristes.

—Te conozco
—dijo Prometeo—. Eres Ío, una vez hermosa y feliz doncella que moraba
en Argos, condenada por Zeus y su celosa reina a vagar sobre la tierra con
ese disfraz. Ve hacia el sur y luego al oeste hasta llegar al gran río Nilo.
Allí volverás a ser una doncella, más hermosa que nunca, y te casarás con el
rey de ese país. Y de tu raza brotará el héroe que romperá mis cadenas y me librará.

Siglos
pasaron y luego un gran héroe, Hércules, llegó a las montañas del Cáucaso.
Subió la cumbre accidentada, mató al águila feroz, y con poderosos golpes
rompió las cadenas que ataban al amigo de la humanidad.

(Traducido por Baneste, tomado del libro Famous Tales of Fact and Fancy, Myths and Legends of the Nations of the World Retold for Boys and Girls)

La Mitología Griega

Por Baneste


Los griegos de la antigüedad adoraban una extraordinaria cantidad de dioses, los cuales eran semejantes a los humanos, pero poseyendo más belleza, fuerza y grandiosidad; estaban dotados de liderazgo al ser más altos, siendo la estatura un atributo de hermosura en un hombre o una mujer, de acuerdo con la concepción griega. Las deidades de la Grecia antigua eran muy parecidas a los seres humanos en cuanto a los sentimientos y hábitos, ya que podían matrimoniarse y procrear hijos, a la vez que necesitaban alimentarse para obtener y acrecentar su fuerza, del mismo modo que requerían del reposo para restablecer sus energías.

Los griegos creían que la sangre de sus dioses y diosas (puesto que no eran sexistas en cuanto a lo divino) era un fluido etéreo brillante que llamaban Icor, el cual al derramarse poseía el poder de generar nueva vida. También creían que las capacidades mentales de sus deidades eran mucho más elevadas que la de los mortales; sin embargo, no estaban exentos de las pasiones humanas ya que con frecuencia actuaban por venganza, traición y celos. No obstante, siempre castigaban al transgresor, y hacían llegar calamidades a cualquier impío que se rehusara a adorarles y respetar sus ritos.

En la literatura clásica griega, con frecuencia nos encontramos con que estas deidades visitaban a los seres humanos para departir bebiendo y comiendo con ellos, a la vez que no era raro que tanto dioses como diosas se sintieran atraídos sentimentalmente hacia hombres o mujeres, llegando hasta el punto de juntarse para procrear lo que fue conocido como héroes o semi dioses, quienes usualmente llegaban a adquirir mucha fama debido a su gran valor y fortaleza. Empero, aunque había mucho parecido entre los dioses y humanos, existía una característica que les diferenciaba, siendo ésta que las deidades disfrutaban de inmortalidad, nunca morían. Aún así no eran totalmente invulnerables y con frecuencia encontramos que eran heridos y como consecuencia padecían tanto que muchas veces renegaban de su inmortalidad.

Los dioses griegos no tenían limitaciones en cuanto al espacio y el tiempo, teniendo la capacidad de transportarse a través de increíbles distancias con la velocidad del pensamiento. También poseían el poder de hacerse invisibles cuando así lo deseaban y podían adoptar la forma de personas o animales, según les conviniera. Asimismo tenían la capacidad de convertir seres humanos en árboles, animales o piedras, ya fuera como castigo o como forma de proteger al individuo contra algún peligro. Se vestían igual que los humanos pero sus trajes eran bien elaborados y mucho más finos.

Su armamento era también igual que el de los mortales, estando compuesto de lanzas, escudos, cascos, arcos y flechas, el cual usaban en combate. Cada uno de los dioses y diosas tenía un hermoso carruaje tirado por caballos u otros animales de origen celestial, el cual les servía para movilizarse rápidamente por tierra o mar, según fuera su deseo. Casi todas estas deidades vivían en la cumbre del Monte Olimpo, poseyendo habitaciones individuales, reuniéndose ocasionalmente durante las festividades en la cámara del consejo de dioses, donde sus banquetes eran amenizados por la dulce música de la lira de Apolo, mientras las musas entonaban con sus tiernas voces las más bellas melodías al compás de sus notas.Templos magníficos fueron construidos en honor de estas divinidades, donde eran adorados con la mayor solemnidad; en donde también ricas ofrendas les eran presentadas, y donde animales, y muchas veces personas, eran sacrificados en sus altares.

La mitología griega contiene además algunos aspectos que podrían aparecer curiosos a simple vista, tales como lo referente a los extraordinarios gigantes que lanzan enormes rocas, el surgimiento de montañas, y la generación de terremotos que podían tragarse ejércitos enteros. Estas ideas, no obstante, pueden ser explicadas por las magnificentes convulsiones de la naturaleza que operaron en tiempos pre-históricos. Los fenómenos diarios que ahora nosotros sabemos con certeza que son el resultado de leyes precisas de la naturaleza, eran para los antiguos griegos, un asunto de especulación profunda y alarma. Cuando ellos escuchaban el rumor de la tormenta y miraban los relámpagos de los estruendos, acompañados de las oscuras nubes y lluvias torrenciales, creían que el gran dios de los cielos estaba encolerizado, y temblaban atemorizados ante su ira. Si la calma del mar súbitamente se tornaba agitada, y las olas se alzaban con altura de montañas, estrellándose furiosas contra las rocas, amenazando con destruir lo que estuviera a su alcance, lo interpretaban como una señal de que el dios de los océanos estaba furioso.

Cuando los antiguos griegos observaban la radiante luminosidad que precede al amanecer, ellos creían que la diosa del Alba, con sus dedos rosados, estaba apartando el oscuro velo de la noche, para abrirle paso a su hermano el dios Sol, para que entrase a iniciar su recorrido brillante. Así de esta manera, personificando todas las fuerzas de la naturaleza, esta poética e imaginativa civilización concebía una divinidad en cada árbol que crecía, en cada fuente de agua que fluía, en los brillantes rayos del sol glorioso, y en los pálidos y fríos rayos de la luna plateada.

Las más importantes de estas deidades, de acuerdo con la creencia de los antiguos griegos, podrían haber sido algo más que la creación de una actuante y poética imaginación. Podrían haber sido seres humanos que se habían distinguido tanto durante su vida por sus actos de heroísmo y rectitud, que habían sido deificados por la gente con la cual ellos convivieron. Es altamente probable que los más destacados hechos de estos seres deificados eran conmemorados por los bardos, quienes viajando de un lugar a otro iban cantando las gloriosas hazañas de sus héroes, tornándose difícil el separar los hechos reales de las exageraciones imaginativas que siempre acompañan a todas las tradiciones orales. Como ejemplo, supongamos que Orfeo, el hijo de Apolo, tan afamado por su extraordinario talento musical, hubiese existido en la actualidad. Sin duda lo tendríamos entre las más importantes celebridades artísticas del momento, y lo admiraríamos por eso; pero los griegos, con su vívida imaginación y vocación poética, exageraban sus dotes remarcables, y le atribuían a su música una influencia sobrenatural sobre cosas animadas e inanimadas de la naturaleza. Así tenemos que bestias salvajes eran domadas, caudalosos ríos eran desviados de sus cursos, y grandes montañas eran movidas por el tono de su dulce voz.