Hablando de Comidas (Número Uno)

Por Baneste

Recién
llegado a la extendida y agradable ciudad de San José, en el estado de
california, en la recta final del siglo veinte, obtuve un empleo en una
imprenta que estaba al lado de un nuevo restaurante que exhibía en su fachada
un típico rótulo de Pollo Campero.
Estando tan próximo a mi sitio de trabajo, no tardé mucho en visitarlo, y
durante estuve empleado en ese lugar, lo visité varias veces no de manera
asidua. En una de las ocasiones en que almorcé allí, el dueño del restaurante,
que era un tipo alto de tez blanca, más bien de aspecto europeo que de típico
salvadoreño, se sentó a la mesa que yo ocupaba y comenzamos una plática de la
cual solamente recuerdo una pregunta que le formulé, no por lo interesante de
mi cuestionamiento, sino por lo revelador de sus respuestas.

—Este pollo
—le dije, hablando con franqueza, —sabe bien; pero ¿por qué no tiene el sabor
único del Pollo Campero de El
Salvador?
—¿Querrá
decir —me dijo —el Pollo Campero que
sirven en El Salvador?
—Sí; el de
El Salvador.
—No es de
El Salvador —me aseguró. —El Pollo
Campero
es de Guatemala, con franquicias en El Salvador  y otros países.

“¡Vaya!”,
pensé yo. “¡Qué ignorante soy!.” “
¿No será cierto también lo que me han dicho
que la sencilla pero sentida canción Verónica
no es original de Los Beats de El Salvador, sino de un melancólico cantautor
mejicano llamado Víctor Iturbe?”



—En cuanto
al sabor —continuó el empresario —nunca nadie, aquí en Estados Unidos, podrá
igualar el original. Y eso es mejor para la clientela.
—¿Y eso por
qué? —le pregunté.
—Por la
simple y sencilla razón de que en Centroamérica usan un ingrediente que es
prohibido en este país, por considerársele nocivo para la salud —me respondió.

Obviamente
su revelación fue muy instructiva para mí, haciéndome recapacitar sobre lo
desventajoso que es vivir en un país subdesarrollado, en donde a las
autoridades les importa un comino la salud de la gente.

Algún
tiempo después cuando ya trabajaba en otra ciudad y mi rutina era diferente,
tuve el deseo de visitar otra vez el Pollo
Campero
, que estaba en la calle Santa Clara, no muy lejos del centro de la
ciudad de San José. Pero al llegar al lugar me sentí desilusionado porque el
restaurante ya no estaba allí; un negocio diferente ocupaba el local. La verdad
es que nunca vi que llegaran muchas personas a comer a ese restaurante, a pesar
de la buena atención y deliciosa comida, que no solamente se limitaba al pollo.

Unos años
después, cuando ya vivía en la ciudad de San Francisco, del mismo estado de
California, abrieron un restaurante Pollo
Campero
en la calle Misión, próximo a la calle veinticuatro. Curiosamente,
ese local se atesta de clientes algunos  días, especialmente a la hora del
almuerzo, y mucho más los fines de semana; lo confirman las colas que se forman
a la entrada. Yo entré una vez recién abierto y no me gustó. Para ese tiempo ya no conservaba memoria del sabor original, de modo que no puedo asegurar si el pollo servido allí sabe o no sabe igual. Pero la nostalgia por el producto que se considera
del lugar nativo es muy poderosa cuando se vive en un país diferente, en el que
nunca dejaremos de sentirnos un tanto extraños, especialmente si llegamos ya
siendo adultos, y al encontrarnos en un lugar que nos rememora «lo nuestro», logramos revivir (aunque sea por un momento) el sentimiento de pertenencia. Y abarrotamos esos lugares, y compramos esos productos, concediéndole importancia secundaria a la calidad.