Resumen de la Obra «Huasipungo»

Por Esteban Balmore Cruz

Tipo de obra: Novela

Autor: Jorge Icaza
Género: Crítica social
Ubicación: Zona rural de Ecuador, principios del siglo XX
Primera publicación: 1934
Personajes principales

Alfonso Pereira, un terrateniente endeudado.
Blanca, esposa de don Alfonso.
Lolita, hija de don Alfonso y doña Blanca.
Don Julio, tío de don Alfonso.
Policarpio, un mayordomo.
Andrés Chiliquinga, un peón indígena.
Cunshi, esposa de Andrés.
Padre Lomas, el cura del pueblo.
Juancho Cabascango, un acomodado agricultor indígena.

Comentario Breve

Esta novela narra la historia de una comunidad indígena explotada sin piedad, y luego cruelmente exterminada, para satisfacer las ambiciones de un terrateniente criollo aliado a los de su raza. Un realismo crudo y brutal reviste la artisticidad de esta obra de protesta contra la esclavización de los indígenas en las zonas rurales de Ecuador. Jorge Icaza es solamente
uno de los muchos novelistas latinoamericanos que –bajo la influencia de Fiódor Dostoyevski, Máximo Gorky, Henry Barbusse y otros escritores realistas europeos– han usado el tema de los indígenas
y desenmascarado la crueldad del hombre blanco hacia los pobladores originarios del continente, pero
Huasipungo es considerada la mejor de estas obras polémicas. Considerado generalmente más importante como un documento social que como un trabajo de ficción, está compuesto de una serie de episodios
cuya fuerza radica en el relato gráfico de las vidas y dificultades de los indígenas. El autor escribe sin cuidado, con marcado desdén por la sintaxis, pero con un oído atento que reproduce el dialecto
difícil de los habitantes quechuas de la región andina cercana a la ciudad de Quito. Tipos simbolizando clases más bien que individuos, claramente desarrollados, llenan sus páginas, y en esta novela
el avaro y lujurioso sacerdote ha sido hecho especialmente odioso. Se ha considerado que, pese a sus defectos,
Huasipungo es una novela poderosa, con muchas ediciones piratas en español, una traducción al inglés impresa en Rusia, e incluso una versión en chino.

Resumen

Alfonso Pereira era un terrateniente plagado de problemas domésticos y financieros. Su esposa, Blanca, le fastidiaba constantemente y él estaba preocupado por su hija Lolita
de diecisiete años, que quería casarse con un hombre que era un mestizo. Don Julio, su tío, aumentaba sus dificultades exigiéndole que le pagara un préstamo de diez mil sucres que le había
hecho con anterioridad y que ya estaba tres meses retrasado.

Ante la confesión de Pereira de que no podía pagar el préstamo, don Julio le sugirió que tratara de interesar a Míster Chapy, un promotor estadounidense,
en una concesión de madera en la parte montañosa de su hacienda. En privado, el viejo sospechaba que míster Chapy y sus socios andaban en la búsqueda de petróleo y usaban las actividades
madereras como una corbertura. Sin embargo, para interesar a los norteamericanos sería necesario construir quince millas de carretera y obtener posesión de dos extensiones de bosque. Además, los indígenas
debían ser sacados de sus huasipungos, las parcelas de tierra proporcionadas a ellos como compensación por su trabajo en la hacienda.

Alfonso Pereira le aseguró a su tío que tal curso de acción sería muy difícil, puesto que los indígenas –teniendo un profundo afecto por los
terrenas a ambos lados del río– nunca renunciarían a éstos voluntariamente, ante lo cual el viejo Julio ridiculizó a su sobrino por su sentimentalismo y le dijo que se fuera a su hacienda
Tomachi a construir la carretera.

De regreso a casa, Pereira discutió su problemática con el cura del pueblo, el padre Lomas, quien concordó con él en encargarse de persuadir a los indígenas
para que trabajaran en la construcción de la calle, para lo cual les diría que esa era la voluntad de Dios. También discutieron cuántas «mingas» (reyertas en las que los aborígenes
eran inducidos dándoles licor para disponerlos al trabajo) serían necesarias a fin de completar la carretera. El propietario de la tienda y taberna del pueblo, Jacinto Quintana, les prometió que él
con su esposa Juana se encargarían de preparar la bebida para la primera minga.

Por su parte, Andrés Chiliquinga, un trabajador indígena, no estaba contento con el regreso de Pereira, ya que él había contravenido la voluntad de éste
y del padre Lomas al haber tomado como esposa a Cunshi. Andrés era uno de treinta indígenas enviados a talar árboles y a despejar el cimiento de la futura carretera.

Entretanto, con el objetivo de encontrar una nodriza para su bebé, Blanca Pereira examinó a algunas de las madres indígenas, y las encontró que tenían
bebés malnutridos y enfermos, algunos con disentería o malaria; otros eran epilépticos o parecían padecer de idiotez. Al final, el administrador de la hacienda, Policarpio, seleccionó a Cunshi,
quien era la madre del bebé más saludable en el pueblo y la llevó a la casa de los Pereira. El patrón de la hacienda, Alfonso Pereira, al ver a la mujer indígena, la forzó a acostarse
con él.

Una noche, Andrés Chiliquinga hizo el largo viaje desde el lugar de trabajo hasta su casa para ver a su esposa, pero al no encontrar a nadie le asaltaron las sospechas y la ira, y
al día siguiente dejó caer el hacha sobre su pie a propósito. Sus compañeros indígenas le trataron la herida con telarañas y lodo, pero cuando el vendaje le fue removido tres días
más adelante, el pie estaba tan infectado que Andrés fue enviado a casa. Allí un curandero le emplastó la inflamación, salvándole de la muerte, pero la herida le dejó cojo.

Cierto día en el que Alfonso Pereira y el padre Lomas se habían reunido en la taberna para discutir la construcción de la carretera, éstos enviaron a Quintana
el tendero a un mandado, y luego que él había salido, ambos hombres obligaron a Juana a aceptar sus «atenciones».

Pereira le dio al Padre Lomas cien sucres para que celebrara un gran misa, y poco después él hizo una minga, luego de lo cual el trabajo en la carretera se aceleró.
Pero las lluvias constantes hacían miserable la vida de los indígenas a quienes no se les había proporcionado lugares apropiados para protegerse del agua. Algunos de ellos murieron al intentar secar una
ciénaga y otros perecieron en las arenas movedizas. El patrón Pereira, prefiriendo arriesgar a los trabajadores antes que seguir una ruta más larga pero segura, los mantenía borrachos y entretenidos
con peleas de gallos, y los indígenas ignorantes de todo, continuaban con su pesado trabajo.

Por su lado, el sacerdote fue a visitar a Juancho Cabascango, un indígena con un huasipungo próspero junto al río, a exigirle cien sucres como pago por otra misa, y
ante la negativa del indígena, el cura profirió una maldición. Poco tiempo después, un repentino torrente ahogó varios indígenas y sus reses, siendo culpado Juancho por el desastre,
y un grupo de vecinos supersticiosos le dieron muerte a golpes. El sacerdote declaró el asunto como una manifestación de la voluntad de Dios, y con suma facilidad colectó varios cientos de sucres para
celebrar una misa al desgraciado muerto.

La carretera fue completada finalmente, pero quienes la habían hecho y sus familias no recibieron ninguno de los beneficios que el padre Lomas les había prometido. El sacerdote,
en cambio, compró un autobús y dos vehículos de carga, con los que se posesionó de todo el transporte hacia Quito, que hasta entonces había sostenido a quienes transportaban los productos
de la región en mulas y carretas. Jóvenes indígenas de ambos sexos viajaban en el autobús hacia la ciudad, en donde terminaban desempeñándose como criminales o prostitutas.

Tomando en cuenta la facilidad del transporte y la posibilidad de una venta gananciosa en Quito, Alfonso Pereira decidió no dar a los indígenas el acostumbrado grano de su
abundante cosecha, pese a las protestas de Policarpio. Y cuando los indígenas llegaron hasta el patio de la residencia del patrón a suplicar que les fuera mitigada su hambre y la de sus familias, éste les
respondió que la paga de cincuenta centavos era más que suficiente; aparte de que la tonelada y media de maíz necesaria para alimentarles le ayudaría a reducir sus deudas. Sin embargo, Pereira escuchó
la advertencia de Policarpo y solicitó que le fueran enviados guardias desde la capital para proteger su hacienda.

El hambre abatió la región y perecieron muchos bebés y ancianos; y la crisis era tanta que, cuando una de las vacas del hacendado murió, los indígenas
suplicaron que les fuera dado el cadáver, a lo que Pereira se negó, considerando que el hacerlo podría tentarlos a matar sus animales, y ordenó a su administrador que mandara a enterrar la res muerta.
En desesperación, Andrés la desenterró, y poco después de que él y su familia habían comido, la carne infectada causó la muerte a Cunshi. El padre Lomas exigió veinticinco
sucres por los servicios de entierro de la fallecida, una cantidad que el indígena doliente nunca podría ganar. Esa misma noche, Andrés robó una de las vacas de Pereira y la vendió a un carnicero
de los alrededores; pero habiendo sido descubierto por sabuesos, fue capturado y azotado en el patio de la casa del hacendado. No había nadie que protestara, solamente su pequeño hijo, que estuvo a punto de ser
asesinado por los hombres blancos, cuando intentó socorrer a su padre.

Un grupo de extranjeros llegaron a Tomachi, y los indígenas les recibieron con curiosidad, pensando que estos nuevos hombres blancos no podrían ser más crueles que sus
patrones españoles; pero la primera acción de Míster Chapy fue ordenar el desalojo de los aborígenes de sus huasipungos a fin de hacer espacio para construir casas y un aserradero de la compañía.
Cuando el hijo de Andrés informó de esto a los indígenas, éstos se rebelaron, considerando que habían aguantado la crueldad de los blancos, incluso su lujuria hacia sus mujeres; pero la tierra
no estaban dispuestos a entregarla sin luchar, sintiendo que les pertenecía. Jacinto intentó de manera efusiva detenerles cuando marcharon hacia el pueblo, donde –enfurecidos–, dieron muerte a seis
hombres blancos; en tanto que el reto de éstos (incluyendo Míster Chapy) escaparon en sus vehículos.

Pero los blancos regresaron usando la carretera recién construida, acompañados de trescientos soldados bajo el mando de un jefe que había dirigido una matanza de dos
mil indígenas en una rebelión parecida en las proximidades de Cuenca. Las tropas les persiguieron y ametrallaron a muchos de ambos sexos y de todas las edades, y los pocos que sobrevivieron se refugiaron en la
choza de Andrés que estaba en la ladera, y desde allí rodaban piedras sobre sus perseguidores y les tiraban con hondas. Por último, los militares le prendieron fuego a la techo de paja y cuando los indígenas
salieron corriendo de la casa en llamas fueron recibidos a balazos sin ninguna compasión.