Los Cuatro Amigos del Doctor

Por George Joseph

–BIEN, caballeros. —El doctor Carol Melanion frunció sus delgados labios en una mueca que quería ser una sonrisa, pero sus ojos se mostraban fríos e inexpresivos—. Antes de sentarnos a jugar la acostumbrada partida de póker, vamos a cumplir con nuestro rito habitual.

—Se encaminó lentamente hacia el aparador de caoba, lleno de botellas y vasos.

—Oporto para usted, Carmody, coñac para Pascoe, ginebra para Taylor, jerez para Kuhn… Por mi parte, voy a permitirme un trago de whisky completamente puro.

Mientras llenaba los vasos, murmuró como para sí mismo:

—Resulta un poco extraña la diversidad de nuestros gustos en lo que respecta a la bebida, siendo así que tenemos tanto de común en otras cosas.

Kuhn inquirió, con el pronunciado acento germano que lo caracterizaba y que no había conseguido perder en los cuarenta años que llevaba residiendo en los Estados Unidos:

—¿Dónde está Loris, nuestra belle Hebe?

Acercándose a los reunidos con la bandeja que contenía los vasos, Melanion respondió:

—Loris salió esta tarde para Chicago. Ha ido a casa de su hermana. Ello me convierte en un soltero, amigos míos, y me pone al corriente con las normas de nuestro pequeño círculo. Tal como hacía en los viejos tiempos, yo actuaré de Hebe.

Cinco años antes, Melanion había asombrado a sus amigos casándose repentinamente, con la cantante de un club nocturno, una muchacha treinta años más joven que él. Sin embargo, el inesperado matrimonio de Carol Melanion no había afectado para nada la partida de póker que jugaba semanalmente con sus cuatro amigos, partida en la que se cruzaban importantes apuestas.

Melanion alzó su vaso en un silencioso brindis y apuró su contenido de un solo trago. A continuación se enjugó los labios con un pañuelo de seda y su mirada vagó pensativamente de uno a otro de sus huéspedes. Pascoe fue el último en terminar con su bebida, y Melanion, tras haber tomado el vaso de sus manos, prosiguió:

—Caballeros —y su voz estaba totalmente desprovista de emoción—, antes de que nos sentemos a jugar nuestra partida he de hablarles de algo.

Tomó un cigarrillo de una caja de madera labrada que estaba sobre la mesa y lo encendió con un mechero de oro. Aspiró con voluptuosidad el humo y lo expelió formando un anillo perfecto que fue disolviéndose lentamente en el aire.

Tras aquella breve pausa, Melanion añadió:

—Sí, caballeros, Loris me ha dejado. Vamos a divorciarnos. —Los cuatro hombres se miraron unos a otros, desconcertados por la sorprendente revelación de su anfitrión. Este, imperturbable, prosiguió—: Como ustedes saben, soy un hombre rico. Loris no tendrá dificultad en obtener una buena renta en concepto de pensión alimenticia, cosa que lamentaré en el alma. Pero, por desgracia, no dispongo de base legal para acusarla de adulterio.

—¿Cómo han llegado las cosas a ese extremo? —preguntó Pascoe en tono intrigado.

—De eso iba a hablarles, Pascoe. Desde hace algún tiempo venía sospechando que Loris me estaba engañando. La pasada noche le comuniqué abiertamente mis sospechas y le dije que aquella situación no podía prolongarse. Pues bien, caballeros, Loris admitió que eran ciertas, aunque se negó a revelarme el nombre de su amante.

Aplastó el cigarrillo contra el cenicero y miró fijamente, uno a uno, a sus cuatro amigos. Y a continuación soltó la bomba:

—¡Tengo motivos para creer que el amante de Loris es uno de ustedes!

—Lo que insinúa es absurdo, Melanion —replicó Kuhn en tono desabrido.

—Lo mismo creo yo —convino el doctor, sin perder su impasibilidad—. No acierto a comprender cómo Loris pudo preferir uno de ustedes a mí mismo.

—Y, ¿de quién sospecha? —murmuró Taylor.

—Comprenderá que me lo reserve, pues admito la posibilidad de error. De modo que me he permitido efectuar una pequeña prueba. Hace unos instantes, cada uno de ustedes ha ingerido una bebida. Uno de los vasos, el del hombre de quien sospecho, contenía veneno. Un veneno de mi propia invención, que actuará dentro de quince minutos. Por lo tanto, pasado un cuarto de hora ese hombre morirá, a menos…

Hizo una dramática pausa que interrumpió Carmody para preguntar, con voz temblorosa:

—¿A menos… qué?

—A menos que el culpable confiese su falta, uno de ustedes morirá. Reconozco que sería una verdadera tragedia que mis sospechas estuvieran mal dirigidas y hubiese puesto el veneno en el vaso de un inocente. —Su brazo se tendió hacia el aparador, señalando un pequeño vaso que contenía un líquido blancuzco—. Aquello es el antídoto —explicó—. En cuanto uno de ustedes confiese, el caballero cuya bebida estaba envenenada podrá tomarse el antídoto. —Miró su reloj y añadió—: Disponen ustedes de doce minutos, exactamente. Pasado ese tiempo, el antídoto perderá toda su eficacia.

Kuhn, con el rostro descompuesto, dijo:

—Quiero creer que todo esto es una broma, Melanion. Una broma de mal gusto.

Melanion replicó tranquilamente:

—De ningún modo, amigo mío. Estoy hablando completamente en serio.

—Entonces, es que se ha vuelto loco —gruñó Taylor.

—Vamos, Melanion —intervino Carmody en tono conciliador—, vuelva usted a la realidad… y juguemos nuestra partida como si no hubiera pasado nada.

—Les repito que no se trata de ninguna broma y que estoy en mi juicio —insistió el doctor.

—Carol —murmuró Pascoe—, le conozco a usted desde hace muchos años y creo…

No terminó de expresar su pensamiento, viendo que Kuhn avanzaba hacia su anfitrión con un peligroso brillo en los ojos.

—Les advierto que la violencia no haría más que empeorar la situación —afirmó tranquilamente Melanion, y Kuhn se detuvo—. Además, he de comunicarles que el teléfono está…, bueno, digamos estropeado. Disponen ustedes ahora de… —miró otra vez el reloj— diez minutos y treinta segundos.

Señaló de nuevo el vaso colocado sobre el aparador y que contenía el antídoto.

—Ahí está el antídoto —dijo—. El precio no es demasiado… demasiado…

De repente, su rostro palideció y se contrajo como un arrugado pergamino. Llevándose las dos manos a la garganta, exclamó:

—¡Loris! —Las palabras salieron trabajosamente de sus labios—. No debí beber whisky…, no debí hacerlo. La sorprendí con la botella en la mano. Pero, ¿cómo podía sospechar…?

Pesadamente, trató de dirigirse al aparador, con la mano tendida hacia el pequeño vaso que contenía el líquido blancuzco. Pero, antes de conseguirlo, se derrumbó sobre la alfombra y quedó inmóvil.

Los cuatro hombres se inclinaron rápidamente sobre el caído. Kuhn le tomó el pulso y murmuró:

—Está muerto…

Taylor gritó histéricamente:

—¡Juro que nunca he tenido ninguna clase de relaciones con Loris!

—Ni yo —aseveró Kuhn.

La voz de Carmody temblaba al afirmar:

—Melanion debió volverse loco. Nunca me pasó por el cerebro la idea…

Pascoe le interrumpió:

—Tampoco a mí. Pero, si lo que dijo Melanion era verdad, no nos quedan más que seis minutos.

Se encaminó rápidamente hacia el aparador, tratando de apoderarse del pequeño vaso. Pero Kuhn se había movido con igual rapidez, y lo mismo hicieron Taylor y Carmody. Cuatro manos ansiosas lucharon por alcanzar el vaso.

Tal vez fueron los ávidos dedos de Kuhn, o los de Pascoe, o los de Carmody, o los de Taylor… Lo cierto es que el pequeño vaso resbaló por la pulida superficie del aparador y fue a estrellarse contra el suelo, dejando en el mismo una mancha de color blancuzco.

En medio del profundo silencio de la habitación, los cuatro hombres regresaron lentamente a sus asientos, sin pronunciar una sola palabra.

(La ilustración que encabeza este original relato ha sido tomada de Pictures of People, de C. D. Gibson, 1896).